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Mercedes de pablos

Periodista

Quiero ser buena

Caí rendida con ese poemita de Kipling, 'If', que pasó a ser un catecismo personal

Como fui una niña rara no me di por aludida en casi ninguno de los cuentos de princesas o mujeres ejemplares, todo lo más lo que adivinaba de santa Teresa y su, presumible, mal carácter. Pero caí rendida con ese poemita de Kipling, If, que pasó a ser un catecismo personal, de boy, que no girl, scout en la España de Franco.

Y siguiendo el poema If, toda la vida he intentado mantener "la cabeza tranquila cuando todo a tu lado es cabeza perdida" y "tener en mí misma una fe que te niegan y engañado no engañas" y etcétera.

En vano. No contaba con los patinetes, bicicletas y veladores, qué ingenuidad.

En todas las familias hay un yin y un yan. En nuestro caso mi madre era el yin, paciente, prudente, conciliadora, amabilísima. Y el yan una tía nuestra, lista como el hambre y a la que adorábamos que era justo su contrario, malhumorada, impertinente, pleiteante por naturaleza. Acompañar a una u otra era como leer a Dante y sus paseos por el paraíso o el averno. Como pueden imaginar, con la segunda una tenía asegurado el paso a los infiernos en todas sus variedades: se quejaba del autobús, abroncaba a cualquiera que fuera capaz de colarse, ya sea en la puerta de una carnicería o en un cine, recriminaba el mal servicio de un bar, devolvía cafés o vinos si le parecían de mala calidad (nueve de cada diez ocasiones) o denunciaba atropellos que era capaz de detectar en un nanosegundo a nada que pisara la puerta de su casa. Salir con ella era peor que acompañar al profeta Jeremías. Santa ira, pero qué pesadez. Era buena pero, como a Jeanette, el mundo la había hecho así y, como a la mujer de Roger Rabit, el dibujante de la vida le había encajado un careto de mala leche. Qué se le va a hacer.

Y eso que en las calles que habitaba mi tía no había veladores, bicicletas, patinetes. Coches sí, pero no por la acera. Terrazas al aire libre también pero en primavera y verano. Y tampoco se hablaba por cierto de sostenibilidad ni de ciudades habitables.

Hay una regla de sentido común que, por si falla éste, anda escrita en los manuales de urbanismo más simples: el espacio público debe estar repartido según una jerarquía indiscutible: peatones, equipamiento de uso ciudadano, ciclistas y demás vehículos no contaminantes y si queda espacio coches y motos. Parece tan obvio que da hasta reparo insistir en ello.

Si no fuera porque esa prioridad se hace trizas en la ciudad que habitamos ahora mismo (y hasta en algún pueblo de la metrópoli donde en las flamantes vías de circunvalación hay dos carriles para coches, tipo autovía, y ni un solo hueco para bicis y un minicorredor para el peatón) contradiciendo de manera grosera los discursos y golpes de pecho que juran lo contrario. No se extrañen si nos estamos poniendo obsesivos.

Y sobre todo no se alarmen: hay un nuevo espécimen ciudadano en la calle: señoras irritadas que regañan, regañamos, a diestro y siniestro. Y seguro que casi todas querríamos ser buenas, qué fatalidad.

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