Hermosísimo espectáculo, fútbol en estado puro, inclemencia meteorológica incluida y sin la tóxica presencia de esa sarta de trampas que registra el eufemísticamente llamado otro fútbol. Fue en Múnich antier noche y nevaba inmisericordemente sobre la capital bávara, lo que le dio un puntito épico que le vino estupendamente a ese Bayern-PSG que ha entrado ya en los anales de los grandes partidos de todos los tiempos.

Y como estrambote al grandioso espectáculo el que se llevase el triunfo el que menos lo mereció, pero son tan importantes las individualidades que muy a menudo se imponen a la colectividad. Fue un pulso entre estrellas y equipo, entre lo que hoy significa Mbappé y lo que siempre ha sido, es y será el Bayern Múnich. El poder de lo individual cuando lo individual está sobrado de talento y lo que aporta un bloque en el que todos tocan el instrumento adjudicado sin salir del guión.

No sé qué habría ocurrido si los bávaros hubiesen contado con Robert Lewandowski. Podría haber sido el antídoto que necesita actualmente Kylian Mbappé para una equivalencia de fuerzas. No estuvo el polaco y el Bayern lo notó porque dada la producción atacante y la cantidad de trabajo que le dieron a Keylor Navas, lo natural es que esa producción hubiese ganado rentabilidad con él. Y a falta de la gran estrella, partidazo de Thomas Müller en su rol de alma del Bayern.

Ganaban los galos 0-2 antes de la media hora y nadie era capaz de dar por vencido al equipo alemán. Todo discurría mediante una lección de fútbol total en el que el Bayern ejercía de martillo ante un PSG resignado a su papel de yunque, pero un yunque que cuenta con Mbappé puede saltarse la norma cuando menos se piensa. Y con tablas y el Bayern atropellando al PSG surgió de la nada el joven genio parisino para que nada fuese como parecía. Ardo en deseos de ver la vuelta.