DEAMBULABA por unos almacenes, cuando oigo a dos madres: "¡Es la cuarta tienda en la que busco el dichoso juguete!". "Pues yo he tenido que pedir prestado a mis padres para comprarle a mi niño los botines esos que en Estados Unidos han provocado un altercado en una tienda. ¡Pero quien le deja sin ellas!". Una abuela, (mujer mayor, pelo blanco, entera de negro, abrigo de paño algo gastado y por calzado unas babuchas con su poquito de cuña), que parecía el prototipo de alguien con más vecinas que familia, las miró.

En esta época del año, una costumbre, hipertrofiada, obliga a regalar a familiares y amigos. Es agradable recibir regalos y, también, hacerlos. El problema es que esto se convierta en una obligación demasiado onerosa o en exceso constringente. Hay quien no puede hacer frente al coste de lo que regala y hay quien abomina de tener que encontrar el regalo ideal, luchando a brazo partido con otros congéneres dedicados con frenesí a análoga tarea. La cuestión se agrava cuando se compran los Reyes para los niños. Éstos se convierten en Dr. Jekill y Mr. Hyde: por una parte se trasmutan en unos tiranos exigiendo regalos que su familia no puede afrontar; y, por otra, son víctimas del bombardeo de anuncios que les incitan a poseer objetos, sin los cuales se sentirán desgraciados, sobre todo al ver que otros niños sí consiguieron sus anhelos.

Los padres, cautivos también de los anunciantes, se esfuerzan en acopiar dinero para comprar los objetos, innecesarios, que sus hijos han pedido. El déficit de formación les impide ver que no les hacen favor alguno con estas dádivas. No son educativas porque no enseñan a valorar las cosas y a asumir que uno no puede cifrar la felicidad en objetos prescindibles. Da pena oír a padres que afirman que su máximo deseo es ofrecer a sus hijos lo que éstos han pedido. Se les ve conmovidos, por lo que producen empatía. Pero enseguida piensa uno que hace falta formación para padres y para niños, de modo que no queden al albur de las sofisticadas técnicas de marketing que les generarán frustración, incluso cuando han podido pagar el precio del regalo. Porque en otra partida familiar habrá que minorar lo gastado. Y porque en muchos casos el niño pierde pronto el interés en tan costoso objeto.

La educación de los menores no es sólo asunto de los centros educativos. Los padres tienen un papel fundamental. Pero para transmitir algo primero hay que tener de ello. ¿Quién educa a los padres?

No sé qué fue de aquellas madres. Más me preocupa que sus hijos se conviertan en ciudadanos incapaces de valorar lo que tengan, por ejemplo el Estado de bienestar. ¡Al fin y al cabo nadie les enseñó el valor de las cosas!

La abuela sí fue clara: "¡Pues no busquéis tanto ni tan caro!".

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