Rematar la jugada en las buñoleras es de obligado cumplimiento, ya sea en la madrugada joven, en la alta o en esa amanecida a la que parece que se llega para contar lo mucho que aguantamos. En las buñoleras, aparte sus precios, se encuentra uno como en un oasis, sobre todo en esta Feria de noches que rayan lo gélido. Y allí, al rebufo del calorcito de los peroles, está uno como a favor de querencia, que hay que ver cómo entona el chocolate con el empapante buñolero. Y en esas casetas de las buñoleras bucea uno por el arcano de la memoria y recuerda cómo en la Feria del Prado podías tener la fortuna de escucharle un fandango al de la Calzá o al Gordito mientras veías cómo Manolo Caracol y su cohorte le pegaban al aguardiente y a la cosa. Y en estas buñoleras vi por última vez a Lola Flores, toda vestida de blanco, bebiéndose la Feria igual que se bebía la vida. A tope.
Comentar
0 Comentarios
Más comentarios