No soy uno de esos levíticos [RAE: "devoto de la Iglesia y sus ministros"] a los que antiguamente se llamaba "tirasotanas". Lo que no impide, más bien facilita, que me sienta íntimamente unido a la Iglesia y respete profundamente a los sacerdotes que la sirven con devoción y entrega. Lo debo a lecturas como Meditación sobre la Iglesia de Henri de Lubac, uno de esos libros que cambian una vida al ensanchar y profundizar la perspectiva sobre una realidad, y a encuentros con sacerdotes modestos -y la modestia es virtud cristiana- llenos de sentido común y bondad, como don Rafael Moyano, el cura ciego del Gran Poder, o don José Vicente Corona, director espiritual de la Amargura; que entendían sus altas responsabilidades como un servicio que no les impedía llevar una oculta vida monacal, como don Antonio Domínguez Valverde, párroco de la Magdalena y director espiritual del Calvario; que tras muchos años de ministerio se emocionaban hasta quebrárseles la voz al consagrar, como don Pedro Ibarra, párroco de Santa Cruz y director espiritual del Silencio; que aunaban sabiduría teológica, sencillez y bondad, como don Antonio Calero y el para mí santo padre Ramón Mera de los Sagrados Corazones que tantos viernes ofició la misa de hermandad del Calvario y dedicó los últimos años de su corta vida al servicio de los más desfavorecidos en el barrio jerezano de San Telmo Viejo.
A todos los conocí a través de mis hermandades. Gracias a una de ellas, la del Gran Poder, conozco al padre Borja Medina, actual rector de la Basílica. O creía conocerlo. Porque de verdad lo he conocido ayer, al oír la homilía -difícil casi al límite de lo imposible- que pronunció en San Juan de la Palma ante el féretro de un amigo tan maltratado y herido por la vida como la Noemí cuyas palabras dan nombre a la Amargura: "Llamadme Mara, porque el Todopoderoso me ha llenado de amargura". Es difícil oír en un funeral, ocasión tantas veces de retóricos consuelos, palabras tan sentidas, sinceras y respetuosas con el sufrimiento, dolidas hasta las lágrimas ante el misterio de un dolor tan humanamente incomprensible que sacude los cimientos de la fe y a la vez llenas de seria y probada esperanza.
Lo escribo para dejar constancia pública de una de esas realidades que no son noticia, pero hacen la grandeza oculta de la Iglesia y el sacerdocio, y no quede solo para quienes ayer estábamos en San Juan de la Palma.
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