La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Réquiem por una macarena

Nadie la ha querido y vivido como estas mujeres de su barrio cuyos nombres sólo la Esperanza conocía y conoce

La Esperanza la conoció antes de que ella la conociera, cuando se la presentaron después de ser bautizada en San Gil. Se hizo a la vez cristiana y macarena con la naturalidad -porque era lo mismo- de las gentes del barrio que se cristianaban en San Gil y allí hacían la primera comunión, se casaban y ponían las almas de los suyos en manos de la Esperanza. Conoció a la Virgen cuando aún vestía con aires juanmanuelinos, vivió de niña Viernes Santos por la mañana en los que la Esperanza visitaba en su palio rojo los callejones y el Hospital de las Cinco Llagas para después pasar bajo el Arco rodeada por un mar de gentes que no conocía ni cauce ni orillas de cofradía. Vivía muy cerca de Ella, primero en Sagunto y después en Escoberos. Nunca fue hermana, como tantas gentes de su barrio, sobre todo las mujeres. Fue algo más importante: hija y vecina de la Esperanza. Sin retórica ni beatería. Ser de allí era ser de Ella.

Como todas sus hijas y vecinas raramente hablaba de estas cosas. La visitaba cuando podía. La tenía presente siempre. Y lloraba de felicidad viéndola el Viernes Santo por la mañana. ¡Tantos Viernes Santos! Con su madre y su abuela, con su marido y sus hijas -toda la familia reunida después en el Plata- y con sus nietos, a los que llevó de la mano a verla como a ella la llevaron. ¡Qué suerte tuvieron esos niños de que fuera su abuela macarena quien les enseñó la Esperanza! Nadie la ha conocido, querido y vivido como estas mujeres de su barrio cuyos nombres sólo la Esperanza conocía y conoce, una más de las muchas que guardaban una estampa, hacían la cola del besamanos, la visitaban de diario, eran una gota del mar por el que navegaba en la Madrugada y la mañana del Viernes Santo. Sin esperar nada a cambio más que lo que la Virgen les daba y por ello teniendo lo más importante, la pura devoción que pone en macareno el famoso soneto: nada me mueve, Esperanza, para quererte; tú me mueves, Señora, muéveme el verte…

Cosas de la vida. El cambio de itinerario le permitió, cuando ya por la mucha edad no podía verla en la calle, volver a ver pasar a la Macarena bajo su balcón, como cuando vivía en Escoberos. Ayer esa divina partera de las almas que es la Esperanza acogió la suya en su nacimiento a la eternidad. Y como escribió San Agustín, ahora tiene sus ojos llenos de gloria -por ello más macarenos que nunca- fijos en los nuestros, llenos de lágrimas.

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