La ciudad y los días

Carlos Colón

Resulta que el último era tonto

EL 1 de junio de 2007, hoy hace un año, se cerraron las puertas del Laredo que se habían abierto en 1939. Ya se había temido por el destino de uno de los más hermosos bares de Sevilla, si no el que más tras haber sobrevivido a la pérdida de otros locales históricos, cuando peligró el edificio regionalista al que dio nombre pese a albergarse en él nueve años después de que fuera concluido por los arquitectos Cuadrillero Sáez y Yanguas Santafé. Al final se arregló todo, se dio uso municipal al edificio y el Laredo siguió siendo el más privilegiado mirador de Sevilla: de la Giralda almohade del siglo XIII al pesante Banco de España de 1928, pasando por las fachadas decimonónicas de las casas, el Ayuntamiento renacentista de Diego de Riaño y la antigua Audiencia del XVI de Herrera y Vandelvira rehecha por Aníbal González en 1924, ocho siglos se seguían dejando contemplar apaciblemente desde los ventanales del Laredo.

Repique de campanas hubo cuando se salvó el Laredo, aunque sólo fuera en los pocos campanarios de papel que en esta ciudad repican cuando se salva una obra de arte (su interior era diseño del pintor Juan Miguel Sánchez) y un monumento de la vida cotidiana. Pero los repiques por los cielos que no perdimos, además de pocos, son breves en Sevilla. En junio de 2007 doblaron a muerto -porque a fiambre olía el asunto- cuando tras dejarlo Rodrigo Díaz de la Roza, hijo de quien lo había abierto hacía 67 años, leímos que Pedro Robles, el nuevo propietario, decía: "Estamos trabajando con un proyecto de rehabilitación que había en 1939 y que costaba 75.000 pesetas pero que nunca se hizo, a base de madera, de azulejos de la época y, en definitiva, con un diseño que queremos recuperar". La cosa sonaba a cuando una cofradía dicta esa sentencia de muerte contra un palio que eufemísticamente se llama "recuperar su traza primitiva" o "enriquecerlo".

En efecto, no mucho tiempo más tarde vimos lo que había sido el Laredo vaciado, raspado, derribado, arrasado hasta dejar sólo el ladrillo y el cemento desnudo. Media Sevilla se lo olía y otra media pasó ante él y vio el "laredicidio". Pues ni en la una ni en la otra mitad había nadie de la Comisión Provincial de Patrimonio Histórico. Ya es mala suerte que ninguno de ellos, ni quien les manda, pasara por allí. El resultado es que se han enterado los últimos de que han destruido el Laredo, han intervenido cuando ya nada puede salvarse y han ordenado que debe permanecer "como siempre" cuando ya no existe. Tonto el último, se decía. Pues va a ser verdad. Con guardianes así, el patrimonio puede estar tranquilo.

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