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ESTOY convencido de que el franquismo no hubiera sobrevivido a su fundador. La sociedad española de los años setenta hubiera estallado de todos modos bajo el corsé de una dictadura obsoleta. Quiero decir: la democracia iba a asentarse en España hiciera lo que hiciera el hombre al que Franco designó para sucederle a título de Rey.

Me pregunto, sin embargo, ¿a qué precio? Si Don Juan Carlos no se hubiera propuesto dinamitar desde dentro el régimen franquista, utilizando con habilidad y firmeza su propia legalidad para subvertirla, y se hubiera conformado con el papel que le asignaron, el sistema de libertades se habría impuesto de todos modos, sí, pero a costa de sufrimiento, división e inestabilidad. Tres cosas que aquella España ya no estaba dispuesta a permitirse más.

Tuvo el Rey mucho a su favor. Las fuerzas económicas internas, la Iglesia timoneada por Tarancón y las potencias occidentales rechazaban el continuismo planeado. Encontró aliados fundamentales para su operación en Suárez, Carrillo, Fraga y González. Sobre todo, se halló al frente de una nación hastiada de pelearse consigo misma y dispuesta a enterrar el espíritu de la -última- Guerra Civil, que era un espíritu de victoria y de derrota, y dispuesta a que su historia no fuese más la más triste de todas las historias, como había escrito Gil de Biedma. En fin, que había campo abonado para la transición.

Pero, oigan, había que hacerla y había que patronearla, y en una coyuntura nada propicia, con una inflación de más del 20 por ciento anual y una ETA en su apogeo. Don Juan Carlos la dirigió, borrando la ilegitimidad de su origen con la legitimidad de la Constitución de 1978 y, sobre todo, con la legitimidad de ejercicio en aquellos años en que vivíamos permanentemente al borde del abismo. Después, durante cierto día sombrío de febrero de 1981, redondeó la faena investido de jefe de las Fuerzas Armadas, mientras el Gobierno y los representantes del pueblo estaban secuestrados por los que intentaron volvernos violentamente atrás, a un pasado de odio y vergüenza.

Entonces se granjeó el respeto y la admiración de la inmensa mayoría, que continúan intactos, por encima de los defectos personales y las malas compañías, y más allá de los planteamientos ideológicos de quienes de buena fe estiman a la Monarquía una reliquia de otros tiempos y de las maniobras, de malísima fe, de quienes la cuestionan por puro afán de desestabilización y río revuelto. El ruido que se ha producido en torno a la figura del Rey, aunque molesto, sufre una rotunda insignificancia desde el punto de vista social, político e histórico. La razón es sencilla: no se olvida lo que hizo cuando debió hacerlo. Aunque sólo fuese cumplir con su deber.

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