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DERBI Joaquín lo apuesta todo al verde en el derbi

Antonio montero alcaide

Escritor

Rey puesto

La reina cogió limpias flores de azahar y las colocó en el aposento de su hijo, el rey puesto

Reabierto el Alcázar cuando la pandemia atempera, viene a propósito el relato de una peste medieval que se cobró la vida de Alfonso XI, padre de Pedro I y matrimoniado con la reina doña María que en ese mismo Alcázar moraban. Quién sabe si por resuelta voluntad de lo alto -dice un cronista que fue voluntad de Dios que recreciese la pestilencia de mortandad en el real- o por obstinada terquedad del rey, Alfonso XI no atendió la solicitud de los grandes hombres y señores que le acompañaban en el real de Gibraltar para que abandonara el campamento ya tomado por la peste. Inminente parecía la conquista de Gibraltar, pero el rey no podrá cobrarla porque, de manera rápida e inesperada, su cuerpo está llagado con tumores purulentos y voluminosos, para dar con la muerte en la noche del 27 de marzo que se abría al viernes santo de 1350. En Sevilla permanecían la reina doña María y el infante, cuando la liturgia del oficio de tinieblas -porque era el tiempo propio- no hacía sospechar el suplicio de la enfermedad del rey y su muerte inesperada. Fueron hechos grandes llantos por el rey y hubo asimismo grandes sentimientos por su muerte en el campamento de Gibraltar, mientras se disponía la comitiva para trasladar sus restos, amén de muchas diatribas y litigios, a Sevilla. Por extrema razón como debe ser la muerte, los contendientes mantuvieron el real en sosiego, sin que ninguno osara hacer movimiento o dirimir batalla; quietos todos porque aquel día murió un gran príncipe del mundo, que hacía su vez grandes tanto a sus resueltos partidarios y conmilitones como a los guerreros enemigos que ganaban honra enfrentándose a él. Considérese además que pocas cosas se alcanzan, o se llega a ellas, si no es por su contrario, y que cada bien, o cada mal, se presenta con su mal o su bien correspondiente: así la paz y la guerra o el trabajo y el ocio, aunque este último, sin ánimo de alambicar el razonamiento, puede ser a la vez bueno y malo por la relativa voluntad, la particular forma o el aprovechado modo de quien lo practique. Pero, a lo que íbamos, no hay muerte sin vida, sean cuales fueran las maneras que una y otra adoptan en los días que cada cual administra, si es que podemos librarnos de la predeterminación de lo alto y de su celestial discreción. Don Alfonso XI murió porque estaba vivo, perogrullada que no atempera la lógica de los contrarios. Y el infante era arrinconado con su madre en el alcázar de la corte porque nada hacía presagiar que, presta la vida a consumirse, a rey muerto, rey puesto. De modo que aquella noche de anuncio de la primavera, cuando los pestilentes bubones del cuerpo del rey eran limpiados para disponer su traslado a Sevilla, la reina doña María, quizás porque los heraldos de la muerte siempre llaman en los recovecos del alma -hasta que la confirmen los emisarios del mal agüero-, recogió con parsimonia limpias y perfumadas flores de azahar, las colocó en el aposento de su hijo, el rey puesto, y se fue a dormir porque, para ello, sólo bastaba con estar despierta.

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