GOZAR los Juegos Olímpicos como espectador, menudo privilegio. Estoy completamente de acuerdo con Juan Antonio González Iglesias cuando citando a Pitágoras establece los tres modos desde los que participar del evento. Están los deportistas, que buscan la gloria; están los mercaderes, a quienes interesa el dinero, y por último, siendo un grupo mucho más numeroso, estamos los espectadores, cuyo único goce estriba en la propia contemplación.

Quienes hemos atravesado la barrera de los 50 años no hemos tenido demasiada suerte con la emisión de los Juegos. Conservo los Teleprogramas de la época, y de los de México, Munich y Montreal apenas se ofrecían conexiones muy concretas y racionadas. En riguroso blanco y negro. Después vino Moscú 80 y fue peor. El bloqueo a Rusia se tradujo en que nuestra TVE jugase al sí pero no. Causa mucha pena recordar hoy, 36 años después, cómo era esa desatención olímpica. En el programa 'Cosas', el contenedor de los viernes por la tarde, Joaquín Prat daba paso a Moscú, y le dedicaban el mismo tiempo que podía durar la sección sobre el cuidado de las plantas del hogar.

Tuvo que llegar Los Ángeles 84 para que viésemos, por vez primera en color, una ceremonia inaugural a lo grande. Lógico que trasnochásemos. El acontecimiento lo merecía. Por mucho que dijeran más tarde los de Barcelona, lo que vimos aquella madrugada, Gershwin y otros genios mediante, fue insuperable. Después llegó Seúl, en cuyas transmisiones primaban los colores blanquecinos y una fotografía tan desvaída como las de los festivales de la OTI de la época. Hasta que Atlanta, Atenas y Sidney normalizaron la señal. No se han portado bien los medios hasta hoy con Río. El cariño ha brillado por su ausencia. Iniciemos el goce contemplación. Practiquemos un poco de filosofía.

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