Lutgardo García Díaz

Rostro de misericordia

SI, como afirma la Bula Misericordiae Vultus, "Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre", a muchos sevillanos no nos resulta difícil reconocer, en el Señor del Gran Poder, la verdadera imagen de misericordia. Por algo es su cara la que podemos encontrar en estampas y azulejos; el rostro elegido para acompañar al que está en la cárcel o ser depositado bajo las almohadas de los enfermos. Si pienso en el Señor, inevitablemente se viene a mi memoria la fotografía coloreada que colgaba sobre el cabecero de la cama de mis abuelos desde el día que se casaron, precisamente, en la Iglesia de San Lorenzo. En aquella imagen, de cartelería antigua, el suave amarillo del cordón y los malvas de la túnica sobresalían frente a los grises abismales de los que procedía el Señor. Cuando luego he visto la primera adaptación cinematográfica de la novela de Pérez Lugín, Currito de la Cruz, cuyas tomas de calle fueron grabadas en la Semana Santa de 1925, me ha parecido ver a aquel mismo efecto del Señor apareciendo de entre las brumas de la noche. Es, al fin y al cabo, el mismo Dios de la Ciudad de mis mayores.

Precisamente en 1925, una joven nacida en Zarautz, Cristina de Arteaga, que ya había cometido la transgresión de licenciarse en Ciencias Históricas con premio extraordinario y ser la primera mujer que defendiera su tesis doctoral, publicaba un bello libro de poemas titulado Sembrad… En aquel poemario de corte místico, prologado por don Antonio Maura, aparecen versos preciosos que estos días han llegado, misteriosamente, a mis manos: ¡Eres para mí el mundo! En mi alma estremecida/ tiene un sentido nuevo la fiesta de la vida./ Todo renace en ella como una primavera,/ porque tu yugo es suave y tu carga ligera. Parece que en este poema estuviéramos viendo llegar al Gran Poder caminando, haciéndonos renacer por dentro, con su carga ligera. Y no es extraña esta asociación de imágenes si pensamos que, para colmo de rebeldías, Cristina de Arteaga, hija del Duque del Infantado, terminaría por ser un huerto cerrado para su divino Hortelano ya que tomaría los votos, llegando a priora general de la Orden Jerónima en el monasterio de Santa Paula de Sevilla.

Si la misericordia es la vía que une a Dios y al hombre, en Sevilla esa vía son los metros que nos llevan desde la plaza al camarín del Señor donde su talón expuesto nos recuerda lo que dice el Salmo rezado en el Cenáculo: que el Señor "en nuestra humillación, se acordó de nosotros". En la lastimada cara del Señor vemos el rostro cansado del Buen Samaritano, el que se echa sobre los hombros al hermano enfermo, al que ha sido apaleado por la vida y, como en el cuadro de Rembrandt, lo lleva, dulcemente, a la posada. Viene el Señor, siempre con prisa, por calles estrechas de nuestra infancia, con la cruz en los hombros y viene el Buen Pastor que lleva sobre sí nuestras imperfecciones, nuestro cansancio de ser hombres. Hay un paralelismo entre este Jesús cuya estampa acompaña en el instante de la muerte a tantos sevillanos, con la imagen del Buen Pastor, o Crióforo, que aparece reiteradamente desde el siglo II en las Catacumbas. Y es que, ya lo dice San Pablo, ni siquiera la muerte podrá separarnos de su amor.

El Señor del Gran Poder es el rostro que nos muestra la misericordia del Padre. Estos días, cuando lo veamos buscando nuestros ojos entre los árboles, cuando se refleje en los cristales de las ventanas antiguas de su barrio, veremos al Dios al que rezaron nuestros abuelos, al de las estampas y fotogramas antiguos, al que lleva una ligera carga, al Buen Pastor que sale a buscarnos en la noche oscura del alma. Cuando ya se aleje, como nos ocurre cada Madrugada, sentiremos que hemos podido vislumbrar la belleza del rostro del Señor. Nos quedará el regusto de haber probado la mirada del Padre, y -"oh, dichosa ventura"- nos acordaremos del poema del libro Luz sobre Luz recientemente publicado por Luce López-Baralt "Aquel día bebí un sorbo de Cielo -ya sé a lo que sabe el Cielo-, ¿Cómo será cuando apure la copa llena?".

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