Acción de gracias

Rostros

Ante 'Nomadland' o 'El año del descubrimiento' uno se pregunta cuándo olvidamos que la gente común era bella

No sé si a ustedes les pasa, pero a mí me fastidia a menudo una película la selección de los figurantes, o la de los actores con un papel secundario, que aparecen en ella. Sucede últimamente que no me los creo, que ante ellos se me activa una alarma, que me transmiten una sensación de impostura nefasta para la verosimilitud del relato que me están contando. Imagínense, por ejemplo, que la protagonista necesita medicinas; pues el farmacéutico que la atiende será un adonis. Y si la mujer se va a tomar un café, fíjense en quiénes tiene detrás en ese local: todos serán jóvenes, delgados, guapos. Seguro que es una impresión estúpida la que albergo, pero ante la pantalla me asalta a veces una incomodidad: la certeza de que los calvos, los gordos, los bajitos, la gente mayor, la que no responde al canon de belleza que impera ahora, no tiene cabida en la ficción audiovisual. Ha desaparecido de ella.

Tal vez por ello se me hizo un nudo en la garganta, de la emoción, en una escena en apariencia intrascendente de Nomadland, la película de Chloé Zhao con la que reabrieron los cines en Andalucía. Fern, el personaje de Frances McDormand, ha empezado a trabajar en las instalaciones de Amazon; en un almuerzo, una compañera, Linda May, le presenta a otros empleados. No hay más historia, más truco, que la autenticidad de esos rostros: en ellos intuyes las derrotas, las esperanzas; comprendes, conmovido, que esto de la vida es un viaje tan doloroso como bello. Esos nómadas que asoman por el filme, desclasados que recorren EE UU en busca de una ocupación, y la prodigiosa expresividad de McDormand te recuerdan que lo humano no está tan alejado de los dioses, te reconcilian con el mundo.

Sentí la misma fascinación ante El año del descubrimiento, el peliculón de Luis López Carrasco (que se puede ver en Movistar+), una obra emocionantísima que, con el episodio de las protestas que llevaron al incendio de la Asamblea de Murcia en 1992 como trasfondo, acerca su cámara a los damnificados de las crisis, retrata el desencanto y el cansancio de los trabajadores, tantas veces tratados como números, su drama tantas veces contado como una mera abstracción. En las miradas, en los gestos y movimientos de esas personas, el espectador asiste a un milagro, y se pregunta cuándo olvidamos que la gente común, la imperfecta, encarna una forma indiscutible de belleza. El largometraje dura más de tres horas y, sin embargo, se pasa en un suspiro, quizás porque en los ojos de alguien, en su testimonio, se esconden la historia más vibrante, el misterio más hondo, una verdad que nos concierne y estremece.

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