La ciudad y los días

carlos / colón

Santa Cruz, vertedero turístico

TODAVÍA a principios de este joven siglo XXI, la calle Mesón del Moro empezaba con el olor a tinta y papel de una imprenta y terminaba con una droguería. Si allí tomaban Ximénez de Enciso a la derecha se encontraban con un ultramarinos nada más pasar uno de los dos únicos bares que allí había; y si la tomaban a la izquierda, recorriéndola hasta el Pasaje de Andreu, Rodrigo Caro, Consuelo y Mateos Gago, se encontraban con casas habitadas por nativos, papelerías, ultramarinos, estancos -¡y con la foto oficial de la coronación de la Amargura presidiéndolo!-, quioscos de prensa, librerías, fruterías, lecherías y panaderías en las que esos mismos nativos compraban lo necesario para vivir. Lo mismo podría decirse de todas las calles y plazas de Santa Cruz. Los niños de la plaza de la Alianza -toda habitada por nativos- jugábamos en la calle y nos peleábamos a naranjazos con los de Doña Elvira.

Eso era a mediados de los 60. Volví a Santa Cruz en el 82 y mis hijos jugaron en los 90 al fútbol con otros niños del barrio en el Patio de Banderas y fueron a hacer recados a la tienda de Paco y a la lechería de Dolorcitas, como yo los hice tantos años antes. Dejé el barrio a los 14 años y volví con 30. La primera vez que fui a su tienda, el querido y recordado Paco me dijo: "¿Usted no es el hijo de doña Carmen y del periodista de la Plaza de la Alianza?". El barrio nos reconocía y nosotros lo reconocíamos.

En los últimos años ese mundo ha muerto. Todas las tiendas, menos la de prensa de Antonio en Mateos Gago y la papelería de Vilches en Segovias, han cerrado. Todas las calles se han llenado de bares y tiendas de camisetas o de comida rápida. Todas las aceras se han abarrotado de veladores. Casi todos los vecinos nativos se han ido o están planeando irse, hartos de vivir en esta cutre ciudad sin ley. Para colmo de males, tanto bar y tanto restaurante han llenado las calles de un olor a fritanga asquerosa que, como el humo verde de Los diez mandamientos que tanto miedo nos dio cuando la vimos en el Imperial en las Navidades de 1959, entra en los portales, repta por las escaleras y se cuela en los pisos como lo hace por las ventanas si se tiene el despiste de abrirlas. Dado que los turistas extranjeros almuerzan y cenan tan temprano, y los nacionales tan tarde, doce horas al día la peste a fritanga remata lo que hasta no hace mucho fue un barrio de Sevilla y hoy es un vertedero turístico.

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