Acción de gracias

Santiago

Ante el 'Santiago Apóstol' de Ribera conseguí olvidar que había un virus, el ruido y la furia del día a día

No suele entrar en la lista de las obras más destacadas del museo, eclipsada por la devoción que generan las pinturas de Murillo, Zurbarán, Gonzalo Bilbao o Gustavo Bacarisas, pero es una de las joyas indiscutibles del Bellas Artes de Sevilla, para mí uno de los cuadros que más conmueve e intriga de la pinacoteca. A menudo, cuando paseo por las proximidades del antiguo Convento de la Merced, entro a presentarle mis respetos, le hago una visita como quien procura el reencuentro con un viejo amigo. Deambulo por los patios y pasillos de ese soberbio edificio, me detengo con emoción ante el San Jerónimo penitente de Pietro Torrigiano o la Virgen de la Servilleta de Murillo, y acudo a la sala IX, donde aguarda el Santiago Apóstol pintado por José de Ribera.

Los datos de la cartela dicen que el autor realizó la obra hacia 1634, y que ésta permanece en el Bellas Artes gracias a una donación de Rafael González Abreu. Pero, como ocurre con el mejor arte, la verdad de esa creación trasciende las circunstancias en las que se hizo, las vicisitudes que vivió antes de llegar a las paredes del museo. Frente a la majestuosidad de las composiciones que Zurbarán dispone apenas a unos metros en cuadros como San Hugo en el refectorio o la Virgen de las Cuevas, Ribera plantea una escena íntima y austera, un retrato cargado de profundidad psicológica. El apóstol que según la leyenda predicó por Hispania -el broche de una concha revela su condición de peregrino; a un lado de la pintura, en la zona de sombra, se intuye el bastón en el que se ha apoyado en los senderos- estremece no obstante por su rotunda humanidad. Ese tipo que deja atrás la penumbra, ataviado con una capa roja que Ribera ilumina con maestría, sujeta un libro con una mano y tiene incluso las uñas sucias: no es un santo idealizado cuya perfección resulte inalcanzable, sino más bien un hermano en el que podemos sentirnos reflejados. Es todavía joven, pero su mirada, que parece dirigirse al espectador, su gesto inteligente y sereno, sugieren conceptos que reconfortan como dignidad o fe. Por eso voy en su busca algunos días: para que me recuerde que ser hombre es también un viaje lleno de esperanza.

Este mismo jueves, en mi visita al Bellas Artes, reviví sensaciones que había tenido días antes, cuando vi National Gallery, el documental dirigido por Frederick Wiseman sobre el museo londinense del mismo nombre. La película, una descripción detallada de las actividades y programas de la pinacoteca, se vive con verdadera emoción: muestra cómo el arte nos conecta con lo más sublime de nosotros. Ante el Santiago Apóstol de Ribera yo conseguí olvidar por momentos que había un virus, el ruido y la furia del día a día se difuminaron, y los humanos, ay, volvimos a ser dignos y hermosos.

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