La tribuna

Antonio Porras Nadales

Secretos electorales

LA noticia, en apariencia intrascendente, ha pasado casi desapercibida: al parecer, en su última sesión de trabajo, el selecto equipo electoral del Partido Popular ha establecido toda una serie de medidas de seguridad para evitar cualquier tipo de filtraciones sobre su futuro programa.

Debe entenderse que no se trata de que el programa electoral sea una especie de secreto de Estado, sino de un conjunto de precauciones destinadas a evitar lo que hace tiempo se viene ya produciendo: que los programas electorales se copian unos de otros. Atrás quedaron aquellos viejos y heroicos tiempos en que las diferencias ideológicas entre los partidos eran tan drásticas que la posibilidad de una coincidencia de propuestas resultaba prácticamente imposible: los partidos de derechas tenían -se supone- unos programas de derechas y los de izquierdas unos programas de izquierdas.

Pero ahora resulta que las propuestas electorales se han convertido ya en un conjunto de medidas creativas al servicio de una estrategia comercial, similares a las que ponen en marcha las empresas privadas. Y del mismo modo que la compañía Coca-Cola procura ocultar sus estrategias comerciales ante su competidora la Pepsi-Cola, los partidos deben establecer medidas preventivas ante los riesgos de espionaje por parte de sus competidores.

Nadie parece acordarse ya del famoso caso Watergate en los años setenta, que llevó hasta la dimisión del presidente Richard Nixon por un asunto de espionaje entre partidos, en el más sonado proceso de impeachment de la historia política norteamericana. Ahora, las ideas originales que puedan aportar los "creativos" de los distintos partidos se convierten en propuestas seductivas que pueden ser "robadas" por otros partidos. La transparencia del mercado de las ideas se convierte así en un auténtico obstáculo para la competencia política.

Los propios hechos demuestran que tales iniciativas -por más que puedan parecer auténticas fullerías- acaban produciendo incluso una evidente rentabilidad electoral: así, el éxito del partido socialista de Canarias en las últimas elecciones autonómicas se produjo tras comprobarse que habían copiado literalmente el programa de Ciudadanos por el Cambio, de Cataluña.

Lo realmente singular no consiste en el descubrimiento de las trampas y engaños que rodean al proceso electoral, sino en lo que se deduce de este fenómeno: en primer lugar, que las diferencias ideológicas entre los partidos se han acabado convirtiendo en simples retóricas competitivas y que en consecuencia las claves del éxito electoral dependerán del puro marketing político. Los enfrentamientos, las discrepancias, la bronca reiterada, no son en realidad el reflejo de trincheras políticas ideológicamente diferenciadas, sino simples estrategias orientadas a asegurar la hegemonía en el mercado electoral.

En segundo lugar, que el mecanismo de la representación política hace tiempo que ha dejado de ser un proceso de agregación de demandas sociales a efectos de su conversión en estrategias de gobierno, para transformarse en un puro juego competitivo movido por las ofertas seductivas de unos partidos que no se enfrentan entre sí para imponer determinadas concepciones del mundo o para desarrollar estrategias transformadoras de la realidad, sino para ganar en el mercado de votos. Y lo mismo que sucede con las estrategias comerciales de las empresas privadas, lo importante son las ideas brillantes y originales para desplegar la correspondiente campaña publicitaria.

Pero lo verdaderamente dramático sería más bien comprobar que, tras la relativa banalidad de las propuestas programáticas, lo que se oculta al final es una auténtica falta de ideas acerca de qué hacer con el gobierno, es decir, de cómo gobernar una vez que se ganan las elecciones. Tomar propuestas de aquí o de allá a ver si funcionan: propias o ajenas, qué más da. Y entonces resulta que lo realmente importante no es gobernar, sino conquistar el gobierno. El gobierno no es un medio de acción, sino un fin en sí mismo.

Nuestro proceso de modernización democrática ha avanzado tan aceleradamente que al final hemos acabado por darle la vuelta completa al circuito para acabar en el punto de partida: no se compite para gobernar, sino para ganar. En consecuencia, el gobierno ya no puede ser entendido como un instrumento diseñado para resolver problemas sociales o para atender al bien público de la nación, sino que se ha convertido en un fin en sí mismo: o sea, es como el premio que reciben los ganadores. Y el premio, ya se sabe, consiste en el reparto del botín en forma de nombramientos de altos cargos y control del presupuesto público.

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