Hoy Montesinos ha llegado antes que yo a la Punta del Diamante. Lo encuentro ensimismado, mirando fijamente los raíles que atraviesan como una brecha la Avenida. Puedo leer su pensamiento.

-¡Rafael!

-Buenas, hijo. ¿Qué tal?

-Pues apenas he parado: semana de evaluaciones, semana de decepciones.

-¿Así estamos, señor profesor?

-Mejor no hablemos de la enseñanza, que me voy a venir más abajo que el cimborrio de la Catedral.

-¿Tan mal anda la cosa?

-Regular sólo, sin embargo, mientras hay vida, hay esperanza: algunos alumnos me han salido poetas. Te encantaría ver cómo leen sus versos en clase. Son poemas de todos los colores, aunque ahora, en cuaresma, me tienen loco escribiéndoles a sus Cristos y Vírgenes. Buena cantera tengo allí de nazarenos y costaleros.

-A tus aprendices de nazarenos los comprendo, pero ¿quién querría ser costalero?

-¡Uy, Rafael! Ya veo que no te han puesto al día.

-Yo aún recuerdo aquellos hombres del muelle que en mi niñez se asomaban sudorosos por debajo del faldón. Sus caras eran el reflejo del hambre y de la necesidad. Ser costalero estaba muy mal visto y las cofradías hasta les pagaban un jornal para poder salir a la calle.

-En cambio, hoy, los niños pagan por sacarlas y, en algunos pasos, hay más bofetás que en el misterio de San Lorenzo. 

-Cómo cambian los tiempos.

-No lo sabes tú bien. Y ya si hablamos de bandas,...

-¡Donde se ponga el brigada Rafael con el toque de retreta!

- ...que se quiten los toques de retrete de algunos que yo me sé.

-Te veo guasón.

-Me ves cansado. Ya te he dicho que ha sido una semana muy dura, tocayo. ¿Te invito a un café y me hablas de tu Sevilla?

Juntos caminamos hacia Mateos Gago y entramos en el bar Giralda. Ya sentados, la voz de Montesinos recuerda una lejana ciudad que muere tan lentamente como esta cuaresma que se escapa sin remedio. El mármol de la mesa sirve de lápida y sepulta un sueño que nunca existió. Detrás de los cristales la primavera nos sonríe. Y soy feliz.