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Por montera

mariló / montero

Señoras y sirvientas

LA señora Imelda hubo de interrumpir el té de las seis de la tarde que tan distendida estaba disfrutando junto a sus amigas, por el repentino sonido del timbre de la puerta de la entrada de casa. Sin mucho sobresalto pero con alguna incomodidad, levemente expuesta en su rostro, inclinó su erguido torso hacia la mesa baja del salón para depositar la taza de porcelana de Stravaganza. Estaba contrariada porque el té podría perder la temperatura cálida que el lujoso servicio de mesa de porcelana esculpida a mano y decorada con oro puro y diamantes incrustados por orfebres especializados contenía en su interior. Con un paso elegante y lento que significaba la inalterabilidad de su temple, Doña Imelda caminó hasta el hall de la vivienda para girar el pomo de bronce hasta dejar entrever en el rellano a una señora cuya fisonomía delataba alguna nacionalidad de Latinoamérica.

Erika se llamaba la mujer de tez cetrina. Sus ojos negros como dos gatos pardos, brillaban ante la imponente señora que la exploró de arriba abajo haciéndole sentir la humillación por ir vestida con ropa de licra que ajustaba sus orondas carnes desbordas por la barriga, el culo y los muslos. Erika estuvo sirviendo a la señora más de seis años. A pesar de ello doña Imelda nunca la llamó por su nombre. Erika pensaba que jamás se lo volvió a preguntar una vez que acordaron que trabajaría en las labores domésticas aquel día del té. Jamás tuvo más de veinticuatro horas seguidas de descanso. Se levantaba antes de que cualquier miembro de la familia se despertara para prepararles el desayuno y se acostaba después de que todos hubiesen cogido el sueño. Erika limpiaba la casa, hacía la compra, lavaba la ropa, cocinaba, abría la puerta, atendía al teléfono, servía a los invitados y su color tostado creyó que era una vestimenta invisible puesto que nadie parecía ver su presencia.

Erika vivía triste y dormía en el cuarto de la plancha, donde se hacía un ovillo con sus carnes para sentir lo más parecido a un abrazo. Una noche Doña Imelda pasó al cuarto de la plancha, sin llamar. Y de pie, desde la puerta, la señora la miró. Erika iba incorporándose del camastro mientras trataba de cubrirse su íntimo con las manos. La señora le preguntó si se bañaba todos los días a lo que Erika respondió, trémula, afirmativamente. Entonces, le dijo Doña Imelda, le diré a mi hijo mayor que baje para que desfogue su sexualidad contigo. Erika huyó por la ventana de la habitación y terminó de bruces en un calabozo donde descubrió que no había sido contratada ni regularizada por la señora. Una mujer como miles de inmigrantes a las que les encargamos hasta la crianza de nuestros hijos y quienes ven el revés de nuestra ropa íntima pero de quienes muchas señoras ni siquiera sabrían su nombre. Porque hay quienes se empeñan en mantener una especie de esclavitud en el siglo XXI.

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