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¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Por Sevilla con Neville

Le gustaba la Alameda y sus personajes, pero no tanto Triana, un barrio "con más de literatura que de realidad"

No fue Edgar Neville un viajero de macuto y botas, como Camilo José Cela antes de descubrir los encantos de la choferesa negra. Lo suyo fueron los hoteles de lujo y los restoranes de postín. Neville, IV Conde de Berlanga del Duero y ricachón por casa y talento artístico, era el turista con el que sueña todo concejal del ramo, un hombre con pesetas y vocación de derrocharlas por el ancho mundo. Él mismo, cuando el cinismo se adueñó definitivamente de su alma, se reía de los turistas pobres. Lo hace sin piedad en el prólogo de su libro Mi España particular, una peculiar guía reeditada en 2011 por Reino de Cordelia. Allí escribe: "Necesito también que [el lector] tenga dinero; un turista sin dinero es un desgraciado y yo sólo recomiendo los mejores sitios, que casi siempre son los más caros. Cuando no se tiene dinero se queda uno en casa, ahorrando para viajar cuando se tenga". Antonio Muñoz debería colocar algo así en la zona de llegadas del Aeropuerto de San Pablo.

Para escribir Mi España particular Edgar Neville se compró en el Reino Unido un Aston Martin, el coche del mejor James Bond. Corría el año 1956 y los paisajes que recorrió con su flamante bólido no se diferenciaban aún mucho de los trasegados por Cervantes o Antonio Ponz. En uno de sus bandazos, el cineasta y escritor, se colocó en Sevilla, ciudad "en la que lo más bello está en la calle", según escribió. De aquella urbe que recorrió Neville apenas queda nada. Vivía en el Andalucía Palace (hoy Alfonso XIII) y tomaba el aperitivo en el desaparecido Hotel Madrid, que le resultaba "más bonito", aunque "en invierno tiene los inconvenientes de los viejos palacios" y los huéspedes eran molestados por los "gritos" de los campanilleros. Al Cristina, "un hotel intermedio y confortable" solía acudir las noches de verano -como toda la sociedad sevillana de un cierto ringorrango- para tomar el fresco en su terraza con parrilla y orquesta. Sin embargo, en sus noches más canallas (de esas tuvo muchas) el paseo le llevaba a la Alameda de Hércules, "con sus colmados y tabernas y su fauna pintoresca", especialmente al café del Realito, "maestro de tantos y buenos bailarines" (Neville era un consumado aficionado al flamenco). No tanta gracia le hizo Triana, barrio del que pensaba que "tenía más de literatura que de realidad", pese a lo que bautizó a sus nativos como gentes con "un caudal de gracia natural". Del arrabal, Neville salvaba la zona del Altozano, los toreros como Belmonte y, en las orillas del río, el colmado veraniego El Guajiro. El resto eran "fábricas, talleres y unas calles horrorosas". Y de la gastronomía opinaba lo mismo que de toda la región: "Para el andaluz el comer bien es un lujo que le tiene sin cuidado". Eso, como el paisaje, también ha cambiado.

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