NO, claro que no hacemos siesta de tres horas. Los ingleses, que siguen mirándonos por encima del hombro desde que les disputábamos el mundo, los que más ladinamente construyeron nuestra leyenda negra que incluso nosotros mismos fomentamos, lo creen. Se imaginan, y así se lo cuentan al resto del mundo, que todos los españoles, como un solo individuo, en cuanto dan cuenta del cocido de garbanzos se echan una siesta pijamera infinita. Qué más quisiéramos y qué poco indagan por esta tierra quienes así lo creen.

Sí, no hacemos siesta pero casi todos hacemos un parón de sobremesa que se revela excesivo a estas alturas y que sólo está justificado en los meses veraniegos. No podríamos calificarlo de tregua de siesta pero sí es un prolongado paréntesis diario que desde hace más de medio siglo está presidido por algo que no existe en otros países: el prime time de la hora de comer, el Telediario de las tres, un rito con cierto componente somnífero que puede incluir Saber y ganar o la órbita de los Manolos, costumbres televisivas que están encastradas en el bulbo raquídeo colectivo. Cambiar los hábitos no es tanto renunciar a la siesta sino a Vicente Vallés, a Jordi Hurtado y a Juan y Medio.

Con casi todos los funcionarios cerrando el despacho sobre las tres y pico, la empresa privada es la que debe replantearse la generosidad de margen en la sobremesa que podría ser un sacrificio para aquellos que se adormecen con la solemne voz interrogativa de Juanjo Cardenal.

Nuestro presidente, tancredo y atado, a falta de prioridades trascendentes, ha tocado realmente lo más sagrado para un español: su almuerzo informativo y su café entre Paz Padilla y los leones de La 2. Sería un cambio de costumbres de tal calado que debe ir de la mano de muchos factores, canales inclusive. Convertirnos en alemanes de un día para otro, con el permiso de Roberto Brasero, parece improbable en esta generación.