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Cuchillo sin filo

Francisco Correal

Sólo vasco o con leche

IMAGINEN a un hombre de la Edad Media trasladado por ese túnel del tiempo con el que tanto nos emocionábamos de pequeños -ya no nos emociona lo más mínimo porque hace tiempo que no salimos de un túnel de vértigos- a los días actuales. Obligado a cambiarse de ropa todos los días, qué horror, a ducharse, qué espanto, a vivir en espacios ridículos y pasar buena parte del día viendo unos cuadros en movimiento por los que sale gente que también se cambia de ropa a diario y se ducha y sale diciendo tonterías. Sacados de su rutina medieval para meterse en artilugios donde los llevan encerrados de un lugar a otro. Sin ver más animales que perros atados con cuerdas por sus dueños, algunos de los cuales recogen las deposiciones caninas como si fueran pepitas de oro y las meten en bolsas de plástico. En ese viaje de siglos, llegarían a un tiempo con mayor esperanza de vida, pero se morirían del infarto.

Imaginen ahora el viaje a la inversa. Que nos trasladaran de este mundo autosuficiente de pepitas de oro y cagadas de perro a un tiempo supuestamente oscuro -asunto que no está muy claro- sin papel higiénico ni luz eléctrica, sin trenes ni teléfono, sin periódicos ni tostada con aceite y jamón en el bar de la esquina. Un mundo para supervivientes que no tenían más televisión que la claraboya junto al cimborrio de las iglesias románicas. Con peregrinos en vez de turistas y con guerras personalizadas. Un tiempo sin tiempo y sin fotografías, con juglares en vez de cantautores, en eso, vive Dios, saldríamos ganando, un mundo de vidas muy cortas y días muy largos. ¿Cuánto mide, santo Job, un día sin señales horarias, sin el ruido de los cierres de los comercios, sin la bendita rutina de los días laborales, místicos a la fuerza, sin cine ni fútbol, sin Elsa Pataky aunque, claro, con don Melón y doña Endrina?

Es el viaje de ida y vuelta de los nacionalismos. Una quimera instalada sobre una antigualla. Regreso al futuro de unos antepasados idealizados a base de kale borroka y santurronería. Pensaba en ese medievalismo pendular al oír al presidente del PNV, Íñigo Urkullu, proclamar a cuenta de unas banderas que él se sentía "sólo vasco", ajeno a la España de, mira por dónde, Baroja y Unamuno. Ese mismo día, el programa de cine de La 2 que presenta Cayetana Guillén Cuervo programó un cortometraje titulado Heterodoxos y casados, un dislate divertidísimo sobre la autosexualidad en el que la narradora de la historia, hermana de la ingenua asesina de su marido turbado y más turbado, no se siente "nada española, yo sólo soy mostoleña". Era el complemento perfecto en clave de parodia a ese circulonquio de abanderados y de ikurriñas del dirigente nacionalista, que escarba en la tierra para ganarse el cielo.

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