Alto y claro

josé Antonio / carrizosa

Sombra de sospecha

EL caso de la mina de Aznalcóllar es un ejemplo de hasta qué punto la vida administrativa se desarrolla en Andalucía bajo la sombra de la sospecha y cómo ese clima se ha trasladado ya de las instancias puramente política para afectar también a los altos escalones de la función pública. La investigación judicial abierta a raíz de la denuncia interpuesta por la empresa perdedora del concurso público para la reapertura de la explotación le ha costado ya el puesto a la directora general de Minas y obligará a seis altos funcionarios de la Administración andaluza a declarar en calidad de imputados, con todo lo que ello a estas alturas va a significar para sus carreras profesionales, a finales de septiembre. Sin prejuzgar, ni mucho menos, lo que puede resultar de la investigación abierta por la titular del Juzgado de Instrucción número 3 de Sevilla, sí hay que resaltar que en su último auto ha rebajado notablemente el foco de la instrucción dejándolo en una presunta prevaricación y descartando los presuntos delitos de cohecho, tráfico de influencias y negociación ilegal. Una prevaricación no es una cuestión baladí en una decisión de la envergadura de la que comentamos, pero deja la presunta irregularidad en el ámbito de la actuación administrativa y no en la de la corrupción más grosera, que es donde en principio la situaban los denunciantes.

Al margen pues de lo que el juzgado vaya desbrozando en los próximos meses conviene dejar claras dos cuestiones que están en el origen de toda la bronca armada con este caso: una es empresarial y la otra política. La empresarial está a la orden del día en los concursos públicos que convoca la Administración. La sociedad perdedora considera que se han conculcado sus intereses legítimos y ejerce su derecho de reclamación en los tribunales y en este caso lo hace por la vía penal para darle al caso toda la repercusión posible. El político, desgraciadamente, tampoco es infrecuente. Hay un intento por parte de la oposición de convertir Aznalcóllar en el gran caso de corrupción de la presidenta Susana Díaz, que ha sabido hacer una especie de cordón sanitario para mantenerse alejada del de los ERE y del de los cursos de formación. La concesión de la explotación minera en la comarca sevillana le toca de pleno, por lo que no se puede desaprovechar la oportunidad.

Desde el punto de vista del juego empresarial -la minería metálica en un sector en auge que va a mover cada vez más dinero- e incluso desde el punto de vista político la cosa tiene su lógica. Pero el caso de Aznalcóllar es especialmente grave porque ahonda el clima de sospecha sobre la gestión pública, que es una constante de la vida andaluza y nacional desde hace ya demasiado tiempo. Un concurso para la explotación de un recurso natural resuelto por una mesa de la que forman parte funcionarios que han alcanzado los puestos más elevados de sus carreras profesionales, avalado expresamente por los Servicios Jurídicos de la Junta de Andalucía y por la Intervención se convierte en un escándalo que se utiliza para desgastar al Gobierno. La consecuencia de ese clima en el que se desenvuelve la vida administrativa es que nadie está dispuesto a mover un papel: la espada de Damocles de la imputación pende sobre la cabeza de los responsables públicos, sean éstos políticos, y en este caso les va en el sueldo aunque no debería ser así, o funcionarios que simplemente se juegan su carrera y su prestigio. En este caso concreto hay otra circunstancia que no merece la pena orillar. La cabeza que ha tenido que ofrecer la Junta, la de la directora general de Minas, pertenece a una persona de la que estaba acreditada su solvencia en los temas que tenía que tratar y que contaba, cosa insólita, con el respaldo a su labor de las empresas del sector. El resultado es que se ha creado un clima inquisitorial que se está cargando el servicio público.

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