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LOS Strauss no tienen la culpa. Ni el padre ni el hijo, que conste. Pero no puedo con ellos. Me los han matado. La cosa tiene su explicación psicológica. Palmaria. De libro. Tanto se asocian las notas de sus dichosos valses y de sus dichosas polkas a unas horas del año, a unas sensaciones, a unos olores y hasta unos colores, que ante sus notas, el cuerpo y el alma no pueden menos que rechazarlos, o ponerse en estado de alerta. Es una cuestión de causa-efecto. Y, si lo analizan, cuestión de estímulo-respuesta.

Menos mal que no les dio por otros. Menos mal que a los burgueses de Viena no les dio por Haendel, Mozart, o Bach. No quiero pensar qué habría sido de mí en caso de que los encargados de elegir la banda sonora de estos rituales se hubiesen decantado por ellos.

Porque entre ustedes y yo, de los Strauss padre e hijo se puede prescindir en la vida. Y no pasa nada. Pero dudo mucho de que sea posible vivir en plenitud si por la ley del reflejo condicionado, como veíamos en la película La naranja mecánica, nos diese rampa enfrentarnos a las notas de Bach. A las de Stephen Sondheim, o a las que cada cual tenga en su altar.

Hay otros casos de devaluación musical, además de las del televisivo Concierto de Año Nuevo. De piezas a las que se manosea sin límite. A las que se asocia para siempre con una película o con varias películas, cuando no con determinados anuncios publicitarios. El Nessum dorma ya no es lo que era. Ni Eric Satie. Nunca llegarán a ser lo que fueron antes de que los escuchásemos de un modo virginal. Pero aún sobreviven. A su manera.

Los que no tienen remedio son los Strauss con el 1 de enero. A esos los han matado para siempre.

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