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mercedes de pablos

Periodista

Subvención a la francesa

En Francia, la protección de la cultura es una cuestión de Estado. Qué envidia

La única subvención que se ve bien es la propia, eso pasa también con la infidelidad y con el bótox, que siempre lucen peor en testas y rostros ajenos.

Tal vez por eso las instituciones suelen optar por una modalidad de subvención que no es tal, pero sí, y se llama convenio. Se trata de financiar iniciativas en las que uno pone el dinero y el otro la actividad. Los resultados suelen ser buenos, al menos los que yo conozco, y sobre todo no levantan sospechas: las que sí provocan las famosas subvenciones, de tan mala fama aunque sean una obligación y no una medida de gracia. Otra cosa es la arbitrariedad con la que se pueden conceder pero, como suele decir el profesor Juan Montabes, no tiremos al niño cuando cambiemos el agua sucia del barreño.

Es curioso, no obstante, que mientras no dejamos caer nuestra vieja admiración por los pillos, timadores y ases del pelotazo y el tocomocho, nos pongamos tan sensibles con algo tan normal como que el Estado apoye y financie determinadas iniciativas. Y digo Estado, y no gobierno, porque en esa palabra caben todas las administraciones, locales, autonómicas, nacionales y mixto-lobas (como son las diputaciones). Vale que nos hayan podido dar motivos para pensar que no se trata de actos transparentes y sujetos a indicadores de excelencia pero demostramos un buen grado de pereza al dar por inevitable e irrefutable ese presunto chalaneo y no pedir cuentas por su cauce habitual, que no son los bares ni las redes, por cierto.

Se diría que preferimos pensar que todo es chanchullo antes de distinguir el trigo de la paja, a no ser que seamos directamente los afectados y entonces pensamos que es simplemente un acto de justicia. La cultura y la educación no son ocio, aunque dediquemos a ambos (a excepción de la edad escolar) el tiempo que nos queda entre currar, comprar, asuntos domésticos y otra vez comprar. Hubo un informe de la OMS, en pleno espíritu de Alma-Ata, que demostraba que el nivel de salud de un pueblo, y a partir de ciertos estándares de bienestar, no dependía del número de médicos o de la renta per cápita sino de su educación y hábitos culturales. Pensar que se trata de un divertimento subvencionado para progres o pijos, o progres pijos, no sólo es un error, es una idea del Estado altamente peligrosa, a mi juicio. Y para ejemplo, Francia. Ahora que andamos con la posible regulación del juego y las casas de apuestas ¿saben lo que hicieron nuestros vecinos galos cuando cambiaron la, hasta entonces, muy restrictiva ley sobre casas de juego y casinos? Aparte de aquellos lugares de la costa que ya gozaban de permiso, decidieron ampliarlo a ciudades de más de medio millón de habitantes que cumplieran ciertos indicadores de uso cultural: museos con un número determinado de visitas, auditorios con una programación de no menos de cuarenta sesiones, cines y otras actividades culturales. No recuerdo el signo del gobierno que tomó esa decisión. Ni importa. Porque en Francia la protección de la cultura es una cuestión de Estado. Qué envidia.

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