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Sueño con museo

En Sevilla debería existir -es inconcebible que no exista-, un museo del Romanticismo

La semana pasada, el alcalde de Sevilla, señor Espadas, se manifestaba en contra de convertir la antigua tabacalera en un centro comercial, lo cual nos trajo una vieja idea a la cabeza, vieja idea que vino, literariamente, en forma de sueño, pero a la manera en que soñaban, con un ojo abierto, nuestros ancestros, desde Cicerón y su comentario al sueño de Escipión, hasta el moralismo descarnado de Quevedo, Saavedra Fajardo y Torres Villarroel, quien en sus Visiones y visitas deja a su siglo, o sea el XVIII, algo maltrecho y lacerado. Otro día, si les parece, hablamos del linaje de los soñadores por escrito; linaje en el que habría que inscribir a los soñadores que pueblan, como una plaga fantástica y locuaz, el Antiguo Testamento, hasta llegar al Dante, acompañado de Virgilio, que se adentra en una poblada y rumorosa umbría, así como a aquel padre Colonna, que en 1499 publicó, en las imprentas de Venecia, su Hypnerotomachia Poliphili, esto es, el Sueño de Polifilo, donde la Antigüedad pagana comparece en forma de ruinas. En fin, yendo a lo que íbamos, al sueño de la tabacalera, y ya que soñar es gratis, a uno le gustaría que la Tabacalera de los Remedios se convirtiera en museo. Y para ser exacto, en museo de arte contemporáneo, a la manera de la Tate Modern de Londres, pero sin el aparatoso peaje del puente del milenio de sir Norman Foster.

¿Y qué hacemos entonces con el CAAC? Pues el monasterio de la Cartuja, dentro de este sueño apresurado, pasaría a ser uno de los dos museos, de relevancia nacional, que deberían radicarse en Sevilla. Me refiero, en este caso, al Museo de América. Pero un Museo de América que fuera mucho más allá de la mera antropología y la arqueología, como el actual museo de la carretera de la Coruña, a espaldas de la Complutense. Un museo de América que no incluya nuestra historia en común, donde no figure cuanto debemos al influjo de ultramar; un museo donde no se incluyan, de alguna manera, Darío, Borges, Miemeyer, Diego Rivera, etcétera, es un museo incompleto, digno de mejor empeño. Y ese museo, repito, de carácter nacional, debería estar, mejor que en ningún otro sitio de España, en el monasterio de la Cartuja.

¿Y a qué otro museo de ámbito nacional me refería antes? Muy fácil. En Sevilla debería existir -de hecho, es inconcebible que aún no exista-, un museo del Romanticismo. Pero no a la manera decorativa del pequeño museo madrileño, donde se guardan las pistolas de Larra. Sino un museo donde se muestre aquel vasto movimiento intelectual, que fabricó una imagen de lo pintoresco, de lo genuino, acudiendo, en buena medida, al folclore andaluz. Y dentro de esta indagación artística de lo romántico, dicho museo debería incluir, de modo destacado, la iconografía que han generado los tres mitos sevillanos, estrechamente vinculados al Romanticismo: Don Juan, Carmen y Fígaro.

Sobra decir que dicho museo -y aquí acaba mi sueño-, debería ir en la Fabrica de Artillería. O en la actual sede del Bellas Artes. De modo que el Bellas Artes pudiera respirar, holgadamente, en las grandes y ordenadas naves de Eduardo Dato, dando fin, por fin, a sus problemas de espacio.

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