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Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

La Supercazuela

Estas atracciones pueden ser cutres en su estética, pero no en seguridad. Las autoridades no deben permitirlo

No es precisamente una de las atracciones más vertiginosas. No traspasa los límites de las leyes físicas más elementales. No funde la relación espacio-tiempo. La gravedad cumple su papel. No alcanza una velocidad desorbitada ni una altura escalofriante, pues apenas se levanta unos palmos del suelo cuando está en funcionamiento. Tampoco pertenece al ramo de las atracciones que te encogen el pecho abismándote a las profundidades de la tierra emulando oscuros y siniestros parajes -el pestazo es su recreación más acertada- en los que disfrutar del agobio de la claustrofobia. Es una atracción al aire libre donde los de abajo, que esperan su turno o simplemente miran, ven lo mucho que te ríes y lo bien que te lo pasas hasta que...

Hasta que ocurre lo que ocurrió la madrugada del sábado en La Rinconada. Después de todo, respiramos hondo y casi nos felicitamos porque pasó en esa atracción y no en otra de más potencia, más envergadura y más desafiante, con lo que el balance de 28 heridos -siendo grave- podía haber sido mucho más aterrador.

La atracción es cutre. Cutre y simpática. Es sólo una atracción de pueblo. Pero su cutrez debería limitarse sólo a su nombre, La Supercazuela, y a su estética, con ese mural kitsch con imposibles amazonas en tanga a lomos de un unicornio y una Xanadú en una galaxia lejana coronado por la jeta de un guaperas que -perdonen mi ignorancia en estos asuntos- no acierto a identificar y al que presupongo masca de alguna teleserie o gañán de un reality.

Pero en cuanto a lo demás, cutrez cero. Las autoridades no deben permitirlo. Esta atracción tiene que ser sofisticada como la que más. En cuanto a mantenimiento y seguridad, no debería diferenciarse en siquiera un tornillo o un cable del último invento que el aficionado a estos cacharros pueda encontrar en el más avanzado y ultramoderno de los parques temáticos. Y parece que esta olla andaba requemada. Así que a la chatarra. El negocio de la diversión tiene a su clientela más fiel y entregada en los más jóvenes. Todos en la infancia y adolescencia -e incluso algunos ya talluditos- lo hemos pasado bomba en la calle del infierno y en un parque de atracciones -el mayor desafío lo ponía a veces la mirada somnolienta y el aire de despiste crónico del encargado- con la confianza de que el artefacto funcionaba y no íbamos a salir volando e ir a parar al quinto carajo. Pero ocurre que a veces pasa. Es un accidente. Lo que resulta insultante, sobre todo para las víctimas, es que desde el gremio de los feriantes haya quien espete, a la defensiva, que son "accidentes poco representativos" de la seguridad en el sector. Vaya, eso ya lo sabemos. Sólo faltaba que constituyera una norma. Nombrar como la del infierno una calle es sólo una metáfora. Es un lugar para reír, no para el llanto y el crujir de dientes.

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