Hace unos años, el delegado de La Vanguardia en Sevilla, el buen periodista José Bejarano, me invitó a escribir sobre una fotografía del periodista asturiano Javier Bauluz tomada en una playa de Tarifa en 2000. En ella, una pareja, protegida por una sombrilla y con una nevera al lado, pasaba tranquilamente un día de playa, mientras un inmigrante subsahariano yacía muerto a unos 20 metros. Arcadi Espada, periodista, escritor y profesor de Lengua Española en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, criticó duramente la instantánea en su libro Diarios por considerar que el fotógrafo redujo la profundidad de campo aparentando proximidad entre la pareja y el cadáver. En la presentación de una exposición sobre inmigración en las Islas Canarias, Bauluz, el único español galardonado con el Premio Pulitzer, criticaba ayer mismo las propuestas del PP en materia de inmigración cuando rompió a llorar. Hace un año, otro fotógrafo grande y valiente, el campogibraltareño Fernando Arévalo, participaba como cicerone de un programa de Documentos TV dedicado a las costas de la muerte de la inmigración clandestina. Durante su relato, el periodista rompió a llorar en varias ocasiones cuando intentaba explicar cómo veía desde el objetivo de su cámara una tragedia que se vive en España en estos días, en plena campaña electoral del 9-M, como una especie de invasión bárbara que amenaza con dejar a los españoles sin escuela, médico, trabajo, vivienda. Supongo que Bauluz, Arévalo y todos aquellos que viven este fenómeno desde una perspectiva humanitaria se han ganado el derecho a recordarnos que el artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos dice que "todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros". Supongo que esto afecta a la niña de Mariano Rajoy y a la ecuatoriana que cuida de su abuelita.

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