LA imagen más hermosa de este verano la vi en una playa del Alentejo portugués, en Vilanova da Milfontes, y la protagonizó un surfer que estuvo durante un rato sentado a mi lado en la Praia das Furnas. La playa estaba llena de surfers jóvenes, pero este surfer era ya mayor, casi como yo -y eso me llenó de alivio-, y llevaba un bigote largo que me recordó el bigote de R. L. Stevenson, aunque imagino que aquel surfer no había oído hablar nunca de Stevenson. Me llamó la atención su cara angulosa que parecía de otra época, y la expresión con que fumaba muy despacio sus cigarrillos (porque se fumó varios en poco tiempo), como si no le diera importancia a nada o ya se hubiera acostumbrado a todo lo que traía la vida, ya fuera bueno o malo, del mismo modo que se había insensibilizado al frío del océano y a las golpes de las olas.

El surfer estaba solo en una pequeña tienda que lo protegía del viento, y a su lado tenía su traje de neopreno y una tabla vieja y llena de melladuras. No hablaba con nadie, no parecía conocer a nadie. Me pregunté si alguna vez había estado en Puerto Escondido, en el Pacífico mexicano, cuando esa localidad era un pueblo con las calles sin asfaltar y había que llegar en los autobuses traqueteantes de la Estrella del Valle. A comienzos de los 80, Puerto Escondido se había convertido en uno de los destinos favoritos de los surfers, porque se decía que era el mejor sitio del mundo para encontrar la ola perfecta, ésa que los surfers llaman el "gasoducto" o "la puerta verde". Pero no quise distraer a aquel surfer que fumaba a mi lado con preguntas sobre playas mejicanas.

Cuando empezó a ponerse el sol, los surfers más jóvenes se fueron de la playa. Además de mi hija y yo, sólo quedábamos unos pocos bañistas dormidos sobre la arena y el surfer que fumaba. Y fue entonces cuando apagó el cigarrillo y se puso su traje de neopreno. Cogió su tabla y se metió en el agua helada. La marea estaba alta y las olas rompían cerca de la orilla. No era el mejor momento para encontrar una puerta verde, pero el surfer no se preocupó. Fue remando poco a poco sobre su tabla hasta llegar a una zona en la que sólo se veía el reflejo cegador de los rayos del sol. "¿Dónde está?", me preguntó mi hija. Tuve que encogerme de hombros. No se veía nada.

La playa se había quedado desierta. Mi hija y yo empezamos a tiritar, y si no fuera porque nos preocupaba saber dónde estaba aquel surfer, ya nos habríamos ido. Y de pronto mi hija gritó: "¡Allí, allí!". En seguida lo vi. Una figura solitaria salía de los reflejos dorados del agua y empezaba a remontar una ola perfecta, un gasoducto, una insaciable puerta verde. Quizá la había buscado durante años, quizá llevaba toda la vida esperando aquella ola. Mi hija y yo lo vimos. No había nadie más en la playa.

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