Tarde

Nunca hemos terminado de hacer. Nunca hicimos lo que el otro, ese al que lloramos hoy, merecía

La muerte de quienes amamos siempre llega demasiado pronto y a nosotros nos pilla demasiado tarde. Tarde para esa llamada que posponemos una y otra vez, tengo que llamar a Bosco, tengo que decirle a Jorge que, mañana mismo me tomo un café con Chus. Pocas veces la pérdida de un ser querido nos deja de verdad la certeza del punto final (ese signo terrible, ese Finisterre sin horizonte), sino unos puntos suspensivos que además de dolor nos dejan una profunda herida culposa. La culpa. De todas las historias de los sentimientos la más triste sin duda es la de la culpa porque termina mal, tuneando a Gil de Biedma y agradeciendo una vez más esos ojos abiertos que nos dejó Carlos Castilla del Pino y su libro publicado en 1968 que, junto con Cuatro ensayos para la mujer, fueron nuestra particular Escuela de Fráncfort. La culpa como el forúnculo molesto de esa piel común que se nos crece a base de emociones, de amar, querer o apreciar bastante como apostillarían Les Luthiers. Hay en la ceremonia del adiós un arrepentimiento latente, aquello que no dijimos o, aún peor, no hicimos, aquello que postergarnos como si la vida, la nuestra y las ajenas, fueran eternas. A veces esa mala hierba devora todo y aniquila a quienes, además de la pérdida, vemos consumirse en un fuego culposo cual retablo de iglesia del siglo XVI (la de Tui, por ejemplo): la venganza de aquellos a quienes no tratamos bien, la maldición más eficaz y más antigua del mundo. Tal vez ustedes mismos, a pesar de Eric Fromm y alguna ligera terapia o hasta de una dieta sana y caminar diez mil pasos cada día, se haya sorprendido a sí mismo encarnando a una mala de película gótica y alemana: conjurando a la descendencia con el momento, tal vez no muy lejano, en que llorarán sobre su tumba sus ingratitudes. Puede pasar. Un mal rollo lo tiene cualquiera, aunque es aconsejable ejercitar el disimulo y dejar las siniestras imágenes encerradas en la mollera mientras, dulcemente, ponemos un careto a lo Doris Day sin que los interfectos sean capaces de atisbar ni el ribete de nuestras peores maldiciones. Puro juego. Puro despilfarro de pasiones porque ni la vida ni la Historia ni siquiera las naciones tienen un punto fijo al que llegar, un instante final, un paraíso que habitar para siempre. Mal que le pese a los happyadictos o a los nacionalistas de cualquier identidad, tiene razón Heráclito y el río nunca es el mismo. Ni nosotros. Nunca hemos terminado de hacer. Nunca hicimos lo que el otro, ese al que lloramos hoy -este puñetero año guadaña que nos está dejando tan huérfanos-, merecía. Nunca decimos lo bastante lo mucho que queremos a algunos. Y menos mal, menuda pesadez, pudiendo tomarse unos vinos o cantar unas rumbas. Nada que reprochar.

La vida es viaje. Y la parada, afortunadamente, nunca (o casi nunca) está prevista.

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