EN el concilio de Nicea, en el siglo IV, los teólogos cristianos se pasaron horas y horas discutiendo si era una herejía que Dios Padre y Dios Hijo tuvieran la misma esencia en vez de la misma sustancia. No tengo muy claro qué concluyeron, si lo herético era la consustancialidad o la transubstanciación o la esencialidad, pero el caso es que esos debates puramente bizantinos -Nicea estaba cerca de lo que entonces era Bizancio- ocuparon horas y meses y años. Hubo obispos y fieles que fueron expulsados -o incluso ejecutados- por sostener la consustancialidad en vez de la transubstanciación del Padre y del Hijo, o al revés, ya no me acuerdo. Y mientras esto ocurría, el Imperio Romano iba adentrándose en una decadencia inexorable. Los bárbaros vencían a las legiones romanas, los emperadores se dedicaban a lo suyo (sexo, lujo, poder), el senado conspiraba -y robaba-, y el pueblo sufría, pero los teólogos seguían empeñados en sus peleas infinitas por las consustancialidad o la transubstanciación de la naturaleza divina.

España, en septiembre de 2016, sería el lugar más adecuado para celebrar un nuevo concilio de Nicea (y con temperaturas de 45,4 grados, para que el acaloramiento de los debates encontrase un bonito reflejo en el atroz calor de las calles). Si no ando equivocado, en nuestro país hay una amenaza muy seria de quiebra del sistema de pensiones y de la Seguridad Social, hay un territorio que amenaza con declarar en cualquier momento la independencia -y otros que quizá quieran apuntarse-, y aparte de eso, los profesores y los alumnos no saben si este año habrá o no reválidas o qué libros de texto se van a usar -por no hablar de los incendios forestales, el cambio climático, la precariedad laboral o la amenaza yihadista-, pero lo único que parece preocupar a los candidatos son cuestiones tan abstrusas como la hipóstasis que obsesionaba a Eusebio de Nicomedia y a Theognis de Nicea.

¿Tan difícil resulta aceptar la inapelable realidad de las cosas? ¿Tan complicado es negociar un programa de mínimos que intente poner remedio a alguno de estos problemas? ¿Hay una predestinación genética que nos empuja a convertirnos en un país fallido cada cincuenta años? ¿Y seguiremos con los absurdos debates teológicos hasta que todos nos muramos de risa o de vergüenza o de miedo? Por favor, un poquito de por favor.

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