EL debate, el cara a cara es otra de las martingalas de cualquier campaña electoral. ¿Habrá debate? ¿Se enfrentarán? ¿Se morderán la yuguluar? Es tedioso. A los candidatos y a sus partidos les importa un bledo el debate y, lo que es peor, a los espectadores también. A lo sumo a los pretendientes les interesa la polémica de si habrá o no debate, que es un asunto mucho más largo, retorcido y menos comprometedor y da pie a numerosas descalificaciones mutuas. Una buena polémica sobre debates es mucho más productiva publicitariamente hablando que esa especie de polvos en el vacío que son los debates en sí mismos. Los encuentros, si por fin se producen, son casi siempre estériles y no sirven para convencer a nadie que ya esté convencido de antemano. Pero cada ciudad, cada pueblo mediano, aspira a organizar el suyo en su tele municipal, que para eso está. Pero todo es falso. La teoría del debate electoral presupone que hay una legión de votantes que necesitan un combate a diez asaltos para ver cuál es el más torpe. Y que el electorado babea de ansiedad por contemplar semejante pulso. Mentira.

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