Antonio zoido

Historiador

Teoría y realidad del Gran Poder

El XVIII no fue aquí el de las Luces, sino el de los Pleitos, y en todos metieron al Gran Poder

En la teoría aristotélica del hilemorfismo, (la filosofía escolástica que estudiamos hasta ayer) todo nace de la unión de la materia -hyle- y la forma -morfos-; el mundo se explica sobre la base de la aparición instantánea de lo que sea y el misterio de Cristo porque su persona se unan lo humano y lo divino. Pero en el mundo las cosas no nacen al instante sino tras un largo proceso. Seguramente Juan de Mesa no sabía eso cuando en 1620 le encargaron la imagen del patrón de una hermandad ni que San Lorenzo se convertiría en el Monte Tabor del Evangelio de Marcos.

Tampoco sabía que Felipe III agonizaba, que el Conde-Duque de Olivares iniciaba su asalto a un poder casi absoluto para, desde ahí, despeñarse, que España avanzaba, ciega, a la decadencia y que Sevilla se sumía, con ella, en el pánico del que no sabe qué va a pasar pero sí que será malo lo que pase. Juan de Mesa no sabía que, ya entonces, la desgracia hacía el nido donde poner los huevos de la peste.

La Historia, como siempre, avanzaba en zigzags: la guerra abierta en el suelo de Cataluña y Lusitania se desarrollaba también aquí larvadamente: la Magdalena y la plaza del Duque se llenaban de pasquines que decían: "¡Qué se de da a Sevilla/ ser más de Portugal que de Castilla!".

En una ciudad ya sin poderes, el poder fue perdiendo su materia y, pasando de sólido a vapor, se sublimó. Se convirtió en circunstancia, en campanada de un reloj que marca una salida, en la prelación de un cortejo sobre otro… El setecientos no fue aquí el Siglo de las Luces sino el de los Pleitos, y en todos ellos metieron al Jesús de San Lorenzo. Lo metieron hasta fabricar la paradoja de que la lengua popular comparara el apresamiento, juicio y ajusticiamiento de Diego Corrientes con la pasión y muerte de Cristo y llamara a su captor, el asistente don Francisco de Bruna, el "señor del gran poder".

Luego, como la Real Maestranza de Caballería o el último vecino de una collación, la imagen de Mesa hubo de verse en la humillación de pasar delante de José I Bonaparte y encontrarse metida en el fregado de las goyescas y repetidas peleas a garrotazos (en versión cirios) que ascendieron a estereotipo en las páginas de Sangre y Arena, de Vicente Blasco Ibáñez. Y, por último, volver a ser el centro de aquella procesión de acción de gracias por el fin de la Guerra Civil en la que, sin quererlo, los vencedores, con vara alta delante del paso, dieron a las madres y las mujeres de los perdedores que marchaban tras él la oportunidad de tomarlo por valedor de sus vidas y artífice de su vuelta desde los campos de concentración.

Este Jesús no adquirió su gran poder ni por la gubia de Mesa (ni el del Amor o el de Buena Muerte lo tienen), ni por las predicaciones de los frailes o por las indulgencias de los prelados sino porque, metido en todas las refriegas sevillanas del más acá y el más allá, llegó a plasmar una unión hipostática particular que Antonio Núñez de Herrera definió en Teoría y Realidad de la Semana Santa: como la de "divina y buena persona".

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios