ESTA semana, en un magnífico documental sobre la I Guerra Mundial que han dado en La 2, me enteré de un hecho histórico que no conocía. En el tercer año de la guerra, en 1917, cuando el zar de Rusia fue depuesto tras una serie de revueltas y motines, el emperador de Alemania y el emperador austro-húngaro (aunque parezca mentira, esas entidades políticas existían hace un siglo) se dieron cuenta de que su autoridad corría peligro. Para ellos, seres acostumbrados al poder absoluto, esa sensación era nueva. Pero los soldados y la población civil estaban hartos de la guerra y las calamidades. Cualquier pequeño estallido podía convertirse en una revuelta que podría derribar imperios enteros, como acababa de ocurrir en Rusia.

Así que el emperador de Alemania y el emperador de Austria-Hungría, temiendo lo peor, emprendieron negociaciones secretas de paz con Inglaterra y Francia. En estos países, la población estaba igual de harta que en los países enemigos, así que los gobernantes veían con buenos ojos el fin negociado de la guerra. Pero hubo un problema: el káiser alemán pidió todas las conquistas territoriales que había ganado; y el emperador austro-húngaro no quiso renunciar a una pequeña porción de territorio italiano. Era poco territorio, pero razones de prestigio y orgullo les impedían renunciar a él. En consecuencia, la paz no se pudo firmar. Y un año después, el emperador alemán y el emperador austro-húngaro tuvieron que emprender el camino del exilio. Y de sus viejos imperios no quedó absolutamente nada en pie.

Cuento esto porque nuestra clase política se parece mucho a esos dos emperadores que se negaron a hacer pequeñas renuncias que les habrían podido evitar un cataclismo mucho mayor. Transigir, ceder, acordar, pactar, no son verbos que forman parte de la historia universal de la infamia, sino más bien de la mejor tradición cultural de los seres humanos. Vivir es transigir con los demás, pero también con uno mismo. Vivir es pactar, acordar, ceder, negociar, con los demás y con uno mismo, y mal va en la vida quien no pacta ni acuerda ni negocia. Pero en España esos verbos se han teñido de un sentido infamante y nadie quiere usarlos. Y ahí están nuestros políticos, comportándose como carcamales con el pecho cubierto de medallas, sin darse cuenta de que nada de lo que dicen y hacen tiene ya sentido.

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