LAS dos últimas prendas de vestir que me he comprado, una sudadera y un pantalón de chándal, llevaban dos etiquetas de fabricación que nunca había visto antes: Jordania y Honduras. Otras etiquetas que he visto en mi armario también son muy extrañas: Islas Comores, Egipto, El Salvador. Las marcas de la ropa son europeas o americanas, pero la fabricación se lleva a cabo en talleres que están dispersos por todo el mundo y que pertenecen a países donde hace veinte años no existía una estructural industrial. Los que ya tenemos una cierta edad recordamos que la ropa se fabricaba en Cataluña, o todo lo más -si era ropa cara y de marcas muy buenas-, en Italia o en Francia. Pero ahora todo eso ya ha pasado a la historia. Y lo mismo ocurre con el ochenta por ciento de objetos que consumimos. Televisores, iPads, cuberterías, muebles de cocina: todas estas cosas se fabrican en China, Marruecos, la India, Egipto...

Eso significa que España -y Europa, y todo Occidente- ha vivido un tsunami económico de dimensiones desconocidas. Todo el proceso de industrialización que se llevó a cabo a lo largo del siglo XX -y que culminó en los años 70 del siglo pasado- ha sido desmantelado por la deslocalización industrial y la falta de competitividad de nuestros productos. Nos guste o no, es más barato fabricar las cosas en otros lugares y venderlas aquí. Y eso significa que se ha acabado de forma abrupta el crecimiento económico que se ha vivido en España -y en todo Occidente- durante la segunda mitad del siglo XX, y que se prolongó de forma artificial, gracias a la burbuja inmobiliaria, hasta el fatídico año 2008.

Nuestro modo de vida y nuestro admirable Estado de bienestar dependían de una situación económica que ya no existe. Para financiar los gastos de una población cada vez más envejecida -gracias a la vida saludable, a las mejores condiciones laborales y a la existencia de un eficiente sistema público de Salud-, hacía falta un crecimiento económico sostenido que fuera asegurando las bases del sistema. Pero ese crecimiento económico ya no existe, o en el mejor de los casos se ha reducido a niveles muy bajos. Ahora es muy difícil, incluso en países con un gran empuje industrial -como Alemania o Estados Unidos-, conseguir el pleno empleo o encontrar un trabajo cualificado para los jóvenes. Y en algunos países -como el nuestro- todos estos problemas se han agravado por una pésima planificación del gasto público a consecuencia del despilfarro que ha llevado a cabo la clase política para asegurarse sus costosos sistemas clientelares. Ésta es la situación que vivimos y que alguien debería explicarnos con claridad a todos los ciudadanos, antes de que todos empecemos, como ya estamos haciendo, a dar palos de ciego.

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