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Rafael Sanchez Saus

Twitter y la Cruz

SI la Historia debe servir para algo quizá no sea tanto para enseñarnos modelos de conducta, como proclamaban los clásicos, cuanto para darnos la perspectiva adecuada de las cosas. Y con ella, siempre, el asombro.

Pensaba esto -pura deformación profesional- al saber de la expectación suscitada por el anuncio de que Benedicto XVI se convertirá en usuario de Twitter y que, mucho antes de la fecha de su primer mensaje digital, previsto para el 12 de diciembre, son ya más de un millón los seguidores que se han dado de alta, ansiosos de seguir al Papa en dosis menores de 140 caracteres. Y este signo sucede a las pocas semanas de que el último de los volúmenes de la trilogía dedicada por Joseph Ratzinger, como ha deseado firmarla, a la vida de Jesús de Nazareth se convirtiera en número uno en ventas tras su fulgurante aparición. Y poco después del año desde que le viéramos rodeado en Madrid por multitudes de jóvenes provenientes de todo el mundo; y sólo unos meses antes de que semejante apoteosis se renueve, probablemente multiplicada, en Río de Janeiro.

Que el protagonista de esta increíble popularidad sea un octogenario, teólogo y profesor de universidad, menudo y frágil, sabio y modesto, ya daría que pensar en cualquier tiempo. Pero el asombro es mayor si cabe cuando la perspectiva se amplía y se considera que ese hombre es el heredero directo, apenas un siglo por medio, de los papas recluidos en la estrechez vaticana tras el despojo de Roma y de los Estados Pontificios en 1870, sumidos en el oprobio, imagen de la derrota. ¿Cómo ha sido posible que una institución que parecía agotada tras décadas de declive y de un penoso y continuo enfrentamiento con todas las ideas llamadas a regir el futuro de la humanidad, haya experimentado tamaña resurrección hasta encarnar el indiscutible liderazgo moral de la única sociedad globalizada que la Historia ha contemplado?

Tras el asombro, cabe la enseñanza. El privado de poder, patrimonio y autoridad no siempre sabe el favor que recibe. Pero las nuevas oportunidades sólo pueden fructificar cuando la víctima de la violencia, tan dura siempre de aceptar, inicia el camino del despojamiento interior que devuelve la libertad y la paz. Del Pío IX aislado en el Vaticano, cuyo cadáver estuvo en trance de ser arrojado al Tíber por las turbas, al Benedicto XVI de nuestros días hay un largo trayecto de nueva relación con el mundo y con los hombres, nunca exento de las dificultades que la defensa de la Verdad encuentra, por más dialogante que se muestre. Causas de esta prodigiosa transformación hay muchas y al gusto de todos, pero, si ahondáramos, veríamos que el hilo de oro que une y da sentido a historias y destinos papales de nuestro tiempo no es otro que la Cruz, que a todos abraza.

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