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el periscopio

León / Lasa

Upton Sinclair y la insatisfacción económica

Es común que colectivos y grupos profesionales se quejen de aquello que les perjudica y callen todo aquello que les beneficia

Aveces -cada vez estoy más convencido de ello- se aprende más de economía leyendo buenos libros de literatura o charlando con personas interesantes (no necesariamente académicas), que estudiando manuales o leyendo a diario la prensa especializada color salmón. Porque, al final, los grandes mandamientos financieros se reducen a media docena, a aquellos que, en su sano juicio, aplicaría el tendero de la esquina o un hijo universitario: no gastar permanentemente más de lo que se ingresa; granjearse una reputación de solvencia y seriedad en los proveedores (de bienes, capitales o servicios); cumplir los contratos y la palabra dada; procurar mejorar cada día en formación; fomentar una sociedad competitiva, dinámica...y no mucho más. Las declaraciones grandilocuentes de muchos políticos y financieros (aquellos que fueron incapaces de prever y paliar la que se nos venía encima, algunos con currículos lamentables de "cursó estudios de...") me resultan cada vez más difíciles de digerir. Y uno de esos mantras que explican mucho de lo ocurrido últimamente es la frase del escritor Upton Sinclair -del que ya hablamos hace años- de que " es muy difícil hacer entender algo a alguien cuando su salario o renta depende de que no lo entienda". Podemos sustituir "alguien" por "grupos de profesionales", "colectivos" y demás.

Últimamente, no sé si debido a la mala suerte o a una nociva sobreexposición informativa, no oigo más que oír quejas de toda suerte y condición, provenientes de los más diversos sectores, lloriqueando acerca de las penosas condiciones económicas que sufren y señalando, como niños acusicas, lo bien que están otros. Los llamados en la jerga actual "emprendedores" -a mayor envergadura, mayor llanto- se lamentan de la carga impositiva que soportan, al parecer casi confiscatoria, pero callan sobre las ingentes subvenciones que con frecuencia reciben, sobre el abaratamiento que la reforma laboral ha supuesto de la mano obra o sobre los rescates que reciben (no hablemos del sector bancario) cuando vienen mal dadas; los funcionarios se quejan de lo injusto de los salarios que perciben (aunque algunos superen los 3.000 euros netos), pero muy pocos tienen la valentía de, si eso es así, salir al mercado laboral de una sociedad libre; los agricultores ponen el grito en el cielo sobre el precio de los productos cosechados, pero callan acerca de las millonarias ayudas que se embolsan; otros critican la sobredimensión del sector público al que pertenecieron toda su vida, pero solamente cuando alcanzan la jubilación; y los jubilados critican sus pensiones, sin querer reconocer que se basan en un sistema piramidal de estafa generacional. Somos todos más prescindibles de lo que pensamos y, muy a menudo, estamos mejor remunerados de lo que dictarían estrictamente las leyes del mercado. Pero no nos interesa verlo.

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