FERIA Toros en Sevilla en directo | Cayetano, Emilio de Justo y Ginés Marín en la Maestranza

EN Estados Unidos hay docenas de pequeñas ciudades que se llaman Utopía, Icaria, Nueva Armonía. Fueron fundadas a lo largo del siglo XIX por emigrantes europeos que soñaban con vivir en una sociedad igualitaria y feliz. Unos eran anarquistas, otros eran socialistas utópicos y otros eran disidentes religiosos, pero todos deseaban vivir en un lugar en el que no hubiera desigualdades. Con el tiempo, ninguno de estos experimentos funcionó. Algunas de estas comunidades quebraron, otras se disolvieron tras largos enfrentamientos entre sus vecinos, y otras cayeron en manos de embaucadores que huyeron con el poco dinero que quedaba. Y ahora de aquellos sueños no queda nada más que un letrero que dice eso, Utopía o Nueva Armonía, y el vago recuerdo de que allí, una vez, vivió una comunidad que se propuso alcanzar la felicidad en la tierra.

La Revolución Rusa quiso corregir la ingenuidad de esos socialistas utópicos y estableció el "socialismo científico", que se suponía infalible, pero ya sabemos en qué terminó todo aquello: la policía política, las delaciones de los vecinos, las mentiras de la propaganda estatal o el cinismo de los burócratas del Partido, esos "tristes obispos bolcheviques" que enfurecían a César Vallejo (quien por cierto era militante del Partido).

Digo todo esto porque hay que ser bastante iluso para seguir creyendo en la utopía a comienzos del siglo XXI. El ser humano es imperfecto y cualquier sociedad medianamente habitable tiene que ser a la fuerza una sociedad imperfecta. La única utopía a la que se puede aspirar es la de una sociedad razonable donde el Estado vigile y corrija las desigualdades, pero nada más. De hecho, vivimos en una sociedad que por fortuna tiene muchas cosas que son utópicas para el 90% de este planeta: que haya centros especializados para las personas con discapacidad, que haya centros para inmigrantes, que haya atención específica para los enfermos crónicos o los niños con problemas de aprendizaje, todo eso es en sí mismo una maravillosa utopía. Y defender la utopía no es darles unas viviendas gratis a unos okupas, sino que haya un gran proyecto público de viviendas sociales que sean distribuidas en función de las necesidades reales, y no en función del griterío o la ideología. La utopía de verdad no es la utopía de los grandes sueños que siempre acaban desembocando en una pesadilla, sino la pequeña utopía diaria de una sociedad que intente vivir con la mayor equidad y la mayor justicia posibles.

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