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LLEVO años dedicando alguna semana del verano a recorrer España. Entiéndame, no es que desprecie los destinos exóticos, ni que deje de reconocer el atractivo de viajar a lugares distintos y distantes; pero no querría morirme sin visitar todas las estancias de lo que a la postre resulta ser mi casa. Así, con constancia, voy completando el mapa, descubriendo los rincones de una tierra hermosa y mía, a veces deslumbrante y ubérrima y otras, árida y difícil.

En el presente ejercicio, la brújula de mi propósito me ha llevado al oriente andaluz. Con la idea de ganar Cabo de Gata, la costa a la ida y La Alpujarra y La Axarquía a la vuelta han puesto paisaje y paisanaje a unos días amables, plenos de hallazgos. Muchas son las recomendaciones que ahora ya podría hacerle al lector. Ese paraíso que está ahí, tan cerca, esconde tesoros magníficos, pueblitos de cuento, atardeceres de miel y gentes de una nobleza generosa y cabal.

Pero como a uno le duele lo que le duele, junto a tantas ventajas, voy a fijarme hoy en un inconveniente que es extensible, me parece, a toda Andalucía: vendemos mal, no hacemos verdadero aprecio de los regalos que poseemos, no ponemos correctamente en valor nuestro extensísimo patrimonio. Y no me refiero sólo a la locura de un litoral hiperexplotado y devaluado por la voracidad de un crecimiento depredador e insostenible. Hay joyas concretas que, comparadas con otras similares de nuestro propio país, aquí se exhiben francamente peor. Dos ejemplos me servirán para argumentar la queja: la cueva de Nerja y el Torcal de Antequera. La primera no es inferior en nada a la de El Soplao en Cantabria y sin embargo ésta, por el orden, por la exigencia de ser guiada, por sus instalaciones, por el soberbio acompañamiento audiovisual y por la ausencia de ese mercadeo zafio que estorba y resta, deja en quien la ve un impacto muy superior. Sobran, en la nuestra, fotógrafos de lance y falta la solemnidad que seguramente justifica el mayor coste de la visita.

Lo del Torcal es un lastimoso misterio. Siendo sin duda el paraje kárstico más espectacular de España, apenas se anuncia. En la propia Antequera hay que preguntar para hallar el camino. Si te descuidas, te pasas. El acceso es gratuito. En la entrada, un centro de interpretación que gestiona -informadora, vendedora de recuerdos, camarera y limpiadora- una chica, por lo demás simpatiquísima, paradigma del pluriempleo. Nada que ver con la conquense Ciudad Encantada, de la que uno recibe cumplida noticia a doscientos kilómetros del sitio y en la que, previo pago, desde luego no contemplará mejores caprichos rocosos.

Eso, la incapacidad para averiguar que el paño, aun bueno, se vende mejor fuera del arca, nos está rezagando, aminora nuestras oportunidades y anula nuestras ventajas. Y en un mundo competitivo, constituye un gigantesco error que pronto penaremos con extrema dureza y nulo remedio.

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