Eduardo Florido

eflorido@diariodesevilla.es

Ventresca, Bernini y H2O

La amabilidad de la barbateña playa del Carmen frente al arisco centro de Sevilla

Cuando arribé a Barbate a mediodía, con el ansia de dar de comer a las impacientes infantes, temí lo peor al ver la cola en la Peña del Atún, un lunes de junio. El turismo de masas, vía internet, estaba tomando uno de los rincones de Andalucía a salvo de modas, de la pasión novelera por el atún, de la atractiva belleza de la costa entre Roche y Tarifa para miles de surferos y contempladores de ocasos únicos. Ojú, el bongó y la ventresca. Pero no, Barbate sigue siendo Barbate.

El día que volviendo de la playa de Los Bateles vi una cola de gente esperando que el famoso, con justicia, bar Los Hermanos abriera sus puertas decidí no volver a Conil en temporada alta. Y a veces es agradecido perderse el tesoro más brillante para encontrar el más oculto. Nos pasó a mi amigo Quique Martínez y a mí cuando emprendimos la iniciática aventura italiana. De Fiumicino a Termini y de ahí al sur en tren nocturno, sin reserva ni nada. Venecia y Florencia ya estaban tomadas hace 20 años por las colas y optamos por el Reino de las Dos Sicilias, con origen y final de la excursión en Roma. Nos perdimos los Museos Vaticanos por la imprevisión para la obligada reserva. Y descubrimos a cambio, en una imposible intimidad hoy día, la maravillosa Galería Borghese. El mármol de perfectas y academicistas líneas de Canova frente a la exuberancia y el sobrehumano cincel de Bernini. Apolo y Dafne ante nuestros ojos asombrados.

Volvía a mi mente el trajín del enamorado dios griego con la esquiva y vegetal ninfa mientras contemplaba África en la playa del Carmen. Nos habían recibido allí con la amabilidad de quien espera al veraneante fiel. "Dos vasos de agua, por favor, y ahora vemos qué tomamos". Todo agrado y afabilidad, sin colas, mientras el camarero nos recitaba el menú. Porque Barbate es algo más que el atún.

El contraste de esa amabilidad con mi última incursión por el centro histórico de Sevilla fue abismal. Junto a la plaza del Salvador un joven con poca vocación, quizás arrastrado a la hostelería a la fuerza, nos invitó a levantarnos de una mesa que nos llamaba a voces. "Os habéis sentado antes de la cuenta", nos espetó antes de inquirir si había camareros o era autoservicio. Abrían a las 12:00 y eran las 12:01. Nos fuimos. En la Encarnación encontré amabilidad, pero tuve que pedir tres veces el vaso de agua obligado tras una caminata estival con mis inquietas hijas. El agua no entra en la cuenta…

En el debate sobre el turismo suelo hacer la reflexión de que el problema es la respuesta que dé la ciudad a sus visitantes. Cuanto más masificada, más se mercantilizará, en un bucle sin fin que ya echó a los venecianos de la pionera Venecia. Sevilla, antes el pueblo grande y tranquilo junto al río, ahora es una gran y ansiosa urbe que mira al aeropuerto. Y en el cambio de la tiza por la comanda digitalizada uno recuerda que los romanos eran más simpáticos con los visitantes hace 20 años que ahora… Ay, playa del Carmen, cuánto durará tu eterna simpatía.

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