Llevo mucho tiempo resistiendo la tentación de recrearme, por escrito, en la belleza femenina a la que tengo que hacer frente cada vez que piso las calles de esta ciudad. Qué ironía que tuve que llevarla al extranjero para apreciar el alcance y repercusiones de su sensualidad.

La Nochebuena pasada, de visita a EEUU, mi mujer, nuestros dos niños pequeños y yo fuimos los invitados de honor en una cena de amigos. ¡Por fin las tornas se habían cambiado! Era mi mujer la exótica y yo simplemente el que se casó con la exótica. La casa, en el norte de Nueva Inglaterra, era el caserío de un ex matadero de visones, y antes de eso una pequeña fonda para viajeros campesinos. Su encanto de antaño acompañado por todos los toques festivos, un abeto auténtico como árbol de navidad, los regalos apilados a su pie, la chimenea encendida, los villancicos cantados al piano por la hija del anfitrión, se prestaba un ambiente bucólico rozando el ensueño.

Estaba encantado siendo el invisible hasta que me di cuenta de que eso significaba que mientras mi mujer se codeaba con toda la gente interesante de la fiesta, yo tenía que estar detrás de los niños, evitando que derribaran el árbol, tiraran antigüedades en la chimenea, y apagaran su sed con sorbos de copas abandonadas de whisky.

Al momento de irnos, surgió mi oportunidad de brillar. Un hombre que antes se había mostrado incapaz de hablar conmigo por algún motivo, me arrinconó cerca del perchero para preguntar, con demasiada intensidad, si era verdad que los españoles eran tan apasionados. Yo, regodeándome de ser por fin el centro de la atención de alguien, le dije: "Mi mujer es capaz de perder un avión por disfrutar de un buen baño". Mi público, en vez de reír, respondió con una sonrisa forzada e insípida.

Aún estaba sufriendo mi patinazo cuando, de camino a casa, mi mujer dijo, sin poder esconder su orgullo, que este mismo hombre que no fue capaz de apreciar mi agudeza se la había comido con los ojos durante toda la fiesta.

-¡Canalla!-, le dije-. ¡Claro! Por eso me miró como un enfermizo después de mi ocurrencia ingeniosa. O mejor dicho, como un masoquista después de un golpe bajo. Pues, me alegro. Me alegro de haber proporcionado a ese mirón una imagen de ti en el baño. ¡Que eso destruya la tranquilidad de su Navidad!

-¡Ssst! ¡Vas a escandalizar a los niños!

-Los niños están dormidos, gracias a Dios. Reventados después de tantas travesuras frustradas. Pero tú no te has enterado de nada, la niña bonita de la fiesta.

-¿Estás insinuando que no he puesto de mi parte?

-Estoy insinuando que las andaluzas deberían venir con una advertencia, como el tabaco.

-¿Somos insalubres?

-¡Sois debilitantes!

-¿Cuántas copas de vino has bebido?

-Tuve la gran suerte de conocerte en tu cuarta década, cuando ya habías aprendido no abusar demasiado de tu poder. Pero a ese esaborío le has cogido desprevenido. Vive bloqueado por la nieve durante cuatro meses al año. De repente llega la sirena sevillana, el duendecillo de Navidad. ¿Cómo no va a mirar boquiabierto? Yo debería mostrar más compasión. Es pura víctima.

-Claro, echa la culpa a las mujeres. Siempre igual. Ya es hora que tú y todos los demás machistas del mundo os responsabilicéis de vuestras debilidades.

-No tiene nada que ver con culpa. Sois lo que sois, y somos lo que somos. Un exceso de belleza femenina es un fenómeno de la naturaleza que tiene consecuencias más destructivas que constructivas. Mira a Afrodita, a Helena de Troya, o a Marilyn Monroe.

Mi mujer había dejado de echarme cuenta. Miraba por la ventana el paisaje blanqueado y montañoso, todo relucido por la luz de la luna. Empezó a canturrear villancicos.

-¡Oye!- le dije-. No puedo ser el único que, andando por las calles de Sevilla, maldiga a Dios por haberme hecho un hombre. Creo que fue Buñuel el que dijo que no había encontrado la felicidad hasta que perdió el instinto sexual. Si el pobre hubiera vivido en Sevilla, se habría quitado la vida.

-¡Los cojones te ato! ¡Tómate una pastilla!

-¿Pastilla?- le dije-. ¿Qué pastilla es esa?

-¡La que les dan a los soldados para quitar el deseo sexual!

-Pues, ¿por qué no recibo por internet gangas de éstas en lugar de viagra?-.

Fuera del coche hacía un frío que pelaba, pero dentro, con la calefacción, las capas de ropa y la pasión, estábamos incubando una pequeña Sevilla en plena racha bochornosa.

-Te entiendo perfectamente-, me dijo-. Las mujeres no somos de piedra. Un día en la oficina, un compañero, un muchacho joven y guapo, se me acercó y me dijo, "¿Te gusta este perfume?" Sí, me gustó, y además despertó, digamos, mi instinto femenino.

-¿Lo ves?- le dije-. No es suficiente que sois guapas, apasionadas e inculcadas desde jovencísimas en la coquetería y la artimaña amorosa. Encima, según lo que me acabas de decir, sois tan débiles como nosotros. No es de extrañar que en tiempos antiguos encerraran a las hembras sevillanas donde ni la luz las viera, rodeándolas de cadenas, murallas y castrados. Estoy bien jodido-.

Como siempre, al rendirme, la furia de mi mujer se desvaneció. Se inclinó hacia mí, de nuevo el duendecillo de Navidad, pero ésta vez todo para mí.

-Eres tú mi gran debilidad-, me dijo-. Tú siempre me gustas más-. Me plantó un beso en la sien para no distraerme al volante. -Feliz Navidad-.

Shakespeare dijo que los celos son "el monstruo con los ojos verdes que se mofa de la carne de la que se alimenta", pero también me hacen valorar lo que tengo.

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