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SI la semana pasada le hablaba de una cifra fatídica, cómo estrenar este 2012 sin hacer alusión a la cantidad maldita de estos días. 4.422.359. Cuatro millones cuatrocientos veintidós mil trescientos cincuenta y nueve. Es el número de personas que no tienen trabajo en España. Al menos, lo era a 31 de diciembre. Durante esta primera semana del año, quizá también se haya quedado corta y se hayan sumado algunos más al total de parados.

Acabamos de pasar las semanas más sensibles del año, las de las fiestas propias del reencuentro, la reconciliación y la esperanza. Pero este año las luces parecían alumbrar menos. Las campanadas sonaron con prisa por dejar un año aciago atrás, pero los número quizá son solo una trampa. El 1 de enero esperaba con los mismos problemas, tan sólo aplazados por una cena que, en muchos casos, ha resultado una pascua triste. ¿Y ahora? Doce meses, uno de ellos con un día añadido, el de este febrero bisiesto, con la inquietud de saber si las cabeceras de los diarios soportarán un día más el peso de los alarmantes titulares.

Ya se ha dicho que debemos hacer un esfuerzo, más allá de toda consideración erudita, política o económica, por comprender que detrás de cada uno de esos números existe una tragedia, millones de tragedias por tanto que componen una coreografía catastrofista propia de cualquier fin del mundo. Pero me gustaría ir más allá. Porque todos conocemos alguna casa donde el eclipse del paro impide que entre el sol, no ya los lunes, sino todos los días de la semana. Porque al que está sin trabajo, el tiempo se le antoja un abismo. No hay que preguntarle por planes, por el mañana, ni darle ánimos o esperanzas. Un parado sólo precisa una frase: a qué hora y dónde empiezas a trabajar.

Esa cifra no es que suponga la cuenta actual del número de tragedias que se viven en España a diario. 4.422.359 es la cifra de la vergüenza. Da vergüenza que no hayamos sabido organizar una sociedad de tal modo que no deje aparcados a tantos. Ni a uno.

España se mira a la cara, cada mañana, y el espejo le devuelve el rostro ojeroso de alguien que ha dormido con la angustia. Y ese espejo, roto, arranca a balbucear cada día entre música de cañerías con palabras que se parecen a: dolor, miedo, temor, ajustes, prima de riesgo, futuro incierto, escasez, pobreza, rabia, desesperación, enojo, desconfianza, desasosiego. Pero, sobre todo, España siente algo que hierve la sangre: vergüenza. Vergüenza. ¿La recordamos? 2012 no es el año de la esperanza. Es el último aviso para subirnos al tren de un futuro, no ya mejor, sino llevadero. Decente. Donde todos tengamos cabida y el único número que nos preocupe sea el de las cosas hermosas. Hagámoslo ya.

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