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La tribuna

Javier González-Cotta

Viaje por el calvero español

CONFORME se sale en coche de Madrid, la autovía del Noroeste va dejando atrás la Babilonia meseteña y al rato atraviesa la sierra de Guadarrama, que se alza entre las sierras hermanas de Gredos y Ayllón. Pero el paisaje montuoso pronto queda atrás. A partir de entonces surge el gran llano de Castilla. El verano nos muestra ahora el tono pajizo de la llanada, las pacas de trigo y cebada, los colores casi siempre monocromos del viejo campo castellano. Los rótulos de las provincias nos dan su indolente bienvenida. Poblaciones muy distantes (algunas de ellas con hermosa nombradía) aparecen de tanto en tanto sobre la seca paramera. Quien más quien menos bosteza mientras conduce. El aburrimiento adquiere poco a poco como una cualidad visual y se funde sobre el paisaje mismo, como si fuera otra matriz que se recuesta sobre el propio horizonte.

Hasta ahora no lo sabíamos. Pero tras leer este libro de Sergio del Molino uno ya sabe que lo que está atravesando es como un país dentro de un país. De ahí el título de La España vacía. Viaje por un país que nunca fue. Quizá uno sí que lo intuía. Pero hasta ahora no se lo habían explicado de modo tan resuelto. Sea desde donde sea, siempre que salimos de Madrid, la aglomeración cambia de forma abrupta. La meseta todo lo engulle con su seca lenguarada. De la Puerta del Sol al campo siempre hubo lo que unos cuantos pasos errantes (así lo vieron Arturo Barea, Azorín o Cela). Hoy como ayer en ningún confín de Europa el paisaje ofrece esta enseñanza moral, reflejo de la idea que el autor define aquí como el Gran Trauma.

La España vacía muestra sus hechuras. Castilla y León, Castilla-La Mancha, Extremadura, Aragón y La Rioja ocupan 268.083 kilómetros cuadrados. Este calvero inmenso y despoblado supone el 53% del territorio nacional, en el que sólo vive el 15,8% de los españoles (el 84,2% de la población vive constreñida en el resto de España). La provincia de Teruel refleja el silencio de la despoblación (9 habitantes por kilómetro cuadrado). Teruel y Cuenca están demarcadas por una de las más desoladas lindes del vacío, aunque esta frontera inhabitada presume de llevar el ecuménico nombre de los Montes Universales.

Sergio del Molino aporta varias tesis sobre el gran problema español. Se entiende por problema español al descalabro entre el interior pelado y las zonas pobladas. Este problema único en la Europa moderna bebe de la noche de los tiempos, en el milenario desdén que el campo ha sufrido en siglos. Romanos y árabes siempre alentaron el cardo máximo de la urbe y la alcazaba frente al agro. Fray Antonio de Guevara y Fray Luis de León fueron los primeros cantores de églogas que vindicaron la pureza rural frente al negociado de la urbe. De ahí llegamos, de salto en salto mortal, hasta el carlismo del XIX, que vislumbra el reservorio esencial de España a través de su terruño (su odio a la ciudad es agresivo). Las carlistadas son en última instancia un quijotesco rapto de aventura, una lucha de la bonhomía frente a la urbe y a su idea de progreso igualitario (Del Molino rescata las memorias carlistas de Ciro Bayo: Con Derrogay, una correría por el Maestrazgo).

Franco fue el gran maltratador del campo (no así la Falange genuina). Y todo pese a que el Movimiento había alumbrado la sagrada idea de la España inmortal, cuajada mayormente en el mito galopante del Cid, en los conquistadores extremeños de ultramar, en la mística de Teresa de Ávila. En pocos años la dictadura fijó la dimensión del Gran Trauma. La España de los ya débiles pueblos interiores se despobló aún más. Familias enteras fueron a parar en aluvión a Madrid, Barcelona o Bilbao, creando así las barriadas adosadas, los desaguaderos de emigrantes y toda aquella cincha de chabolas que fueron diseminando la miseria por las afueras. Franco sólo había acelerado el genuino desdén que los españoles sentían por el campo ("la mirada cruel y desdeñosa hacia paisaje interior de la Península es una mirada española"). La distribución geográfica en España no cambió con la llegada a la gran ciudad de Paco Martínez Soria, sino que se trasladó a una escala monstruosa.

Hoy, en pleno siglo XXI, el Gran Trauma ha propiciado como un roto, como una desherencia que parece oscurecer y dar luz a la vez al sentimiento colectivo que, como cuajo de generaciones, ha creado su propio paisaje subconsciente. Alimentada por los mitos, por la literatura hazañosa, por los libros camineros, la España vacía del interior no sólo es un país dentro de un país, sino que es más bien un estado mental al que se regresa (siquiera simbólicamente). Los que partieron en aluvión a la urbe conservan las llaves para la improbable vuelta en muchos salones de España. Llaves que, como sugiere el autor, evocan las que los sefardíes llegados a Salónica o a Constantinopla guardaban para un día poder regresar a sus casas en Sefarad.

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