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Victoria

Ofende esa Z que enarbolan hoy no sólo los soldados rusos, sino muchos súbditos del tirano

Cada vez más instrumentalizado por el inquilino del Kremlin, el desfile del sagrado Día de la Victoria, primero en la URSS felizmente difunta y después en su parcial heredera la Federación de Rusia, conmemora la derrota de la Alemania nazi a manos de las naciones aliadas cuando aún lo eran, antes de que el orden surgido de la posguerra se fracturara en dos bloques antagónicos. No hay duda de que el Ejército Rojo contribuyó a esa victoria de una forma decisiva, ni de que el diezmado pueblo ruso, no sólo los militares sino también los civiles que habitaban los territorios ocupados por la Wehrmacht, pagó por ella un altísimo precio, más de veinticinco millones de vidas sacrificadas en la Gran Guerra Patria. Con toda justicia puede hablarse de heroísmo, porque fueron las cuantiosas bajas en el Frente Oriental las que llevaron al colapso a las temibles divisiones del Reich. Ahora bien, incluso pasando por alto el pacto de no agresión entre Mólotov y Ribbentrop y sus vergonzosas cláusulas secretas, no todo fue ejemplar en la actuación de los oficiales de Stalin, que dieron carta libre a los comisarios políticos para ejecutar sin contemplaciones a los desgraciados que se batían en retirada o alentaron los crímenes y violaciones durante la reconquista y posterior invasión del Reich, para no hablar de las naciones liberadas a las que los nuevos ocupantes, no menos brutales que los propios nazis, sometieron durante largas décadas. Honor por lo tanto a los caídos, pero ofende esa Z de la victoria que enarbolan hoy no sólo los soldados, sino muchos súbditos del tirano -como en cualquier dictadura, se hace difícil separar a quienes lo apoyan convencidos de los que lo hacen por miedo- en su agresión no declarada a la nación hermana, cuyo mismo nombre ha dejado de existir en los discursos y hasta en los libros de texto. "Es nuestro deber hacer todo lo posible para evitar el horror de la guerra", dijo ayer el presidente perpetuo, mientras sus tropas siguen bombardeando el martirizado solar de Ucrania. El inverosímil pretexto de la desnazificación o la apelación a la defensa preventiva frente al supuesto acoso de Occidente -argumento tan falaz como increíblemente compartido por esos extraños pacifistas que más de dos meses y medio después del inicio de la invasión se han mostrado incapaces de condenarla- no son más que falacias burdas, aducidas con el mayor de los cinismos por un caudillo imperialista con delirios mesiánicos. No extraña que su mejor aliado sea el siniestro patriarca de la Iglesia Ortodoxa, un verdadero fanático que ha actualizado el mito de la Tercera Roma y no duda en invocar la guerra santa contra la Europa degenerada.

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