¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Vindicación de la Sevilla agraria

La Sevilla agraria ya no es un síntoma del atraso secular, sino una de las esperanzas económicas de la ciudad

Estas mañanas de septiembre trae la brisa un tufo que los técnicos municipales achacan al estercolado de las fincas que enfajan la ciudad. Pese a que Sevilla, al igual que otras ciudades contemporáneas de su tamaño, ha intentado poner una barrera de alquitrán, tráfico y ruido entre el caserío y su alfoz, el campo busca y encuentra las rendijas para colarse en una urbe que, todos lo sabemos, sigue teniendo algunos de los rasgos de los pueblos grandes de la campiña, por lo menos en algunas calles, instituciones y liturgias más tradicionales.

Dentro del discurso progresista al uso (tanto de derechas como de izquierdas) existe el lamento de que Sevilla sigue siendo una ciudad fundamentalmente agraria. Tras la clausura de las instituciones americanas en el XVIII, dicen, la urbe entró en una somnolencia cereal de la que no la despertaron del todo los primeros vagidos del motor de explosión y la industrialización. Sin embargo, el anhelo de una ciudad erizada de industrias, que ha marcado en gran parte las peroratas del periodismo local y las autoridades de los últimos 100 años, ha quedado definitivamente superado por la historia en forma de deslocalización y sociedad del conocimiento. Las chimeneas son ya parte del paisaje del Tercer Mundo y el sueño industrial ha sido sustituido por el tecnológico y el turístico. En Sevilla, sobra decirlo, hay más del segundo que del primero, y el magro proletariado es ya masa depauperada de viajeros low cost. Pero el campo sigue ahí y, para recordarlo, sólo hay que mirar al cerro de Santa Brígida o a las besanas que lindan con San Jerónimo.

A veces, para reivindicar su presencia, el campo llega a las casas en forma de sacos de naranjas, kilos de garbanzos y garrafas de aceite, regalos útiles que los agricultores sevillanos -ese paradójico producto histórico de los repartimientos y la desamortización- mandan a sus amigos y parientes desde fincas con nombres de santos y árboles. Son los agricultores (no confundir con su parodia, el campero) una fina destilación de los siglos, mezcla de cepas hispanorromanas con otras angloárabes, producto, al igual que los vinos generosos, de unir viejas y nuevas sangres, tradición e innovación. A su compañía debemos muy buenos momentos y el conocimiento -aunque muy superficial- de un universo poblado de antiguas palabras y labores. La Sevilla agraria, muerto el sueño industrial, ya no es un síntoma de nuestro atraso secular, sino uno de los potenciales económicos de la ciudad y la provincia, una de las pocas alternativas al monocultivo turístico. Ahí están los datos. El tiempo no ha hecho más que darle la razón.

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