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Antonio Montero Alcaide

Escritor

Vivir en la calle

La plaga de la pandemia, porque algo tiene de apocalíptica, ha restado toda importancia a lo circunstancial, a lo accesorio, a lo anecdótico, porque se ceba con el bien absoluto de la vida. Por esto mismo, vivir en la calle importa bastante menos que vivir. En las condiciones ordinarias que perdimos, bendecidas como eran por la valiosísima rutina de la normalidad, solía decirse, sin necesidad de sesudas averiguaciones antropológicas o etnográficas, que los sevillanos, como por extensión los meridionales, viven -vivían- en la calle. Razones hay vinculadas a la extroversión de la gracia -no se confunda con la distorsión de los graciosos-, a las bondadosas propinas del clima, cuando el calor da tregua por las frescas -ese tiempo de iluminadas sombras en el irisado estertor de los crepúsculos-, o por el río llegan algunas brisas marineras tierra adentro, como una atlántica evocación de las epopeyas que también perdimos.

Si bien, tampoco hacen falta explicaciones mayores ya que asimismo motivos hay más domésticos y populares. La Sevilla de los pueblos -nunca bien ponderada por la centrípeta atracción capitalina- tiene protocolos, liturgias y ritos debidos al acervo de la tradición, o a la consuetudinaria fuerza de las costumbres, que también explican el vivir, el echar ratitos, en la calle. Mejor todavía, en la frontera, en el singular tránsito, de la casa a la calle, zaguán mediante, en esa penumbra hogareña, entre la luz y la oscuridad, que se afinca en el patio, puertas adentro, y en los lienzos de la cal de las fachadas, puertas afuera, con las sillas de enea como gastados escaños en el informal ejercicio de la tertulia. O como asiento de los muchos años con que las abuelas afirmaban su matriarcado, compuesta la blanca y primorosa insignia de los jazmines que ensartaban con mimo y parsimonia.

La pandemia, por ahí se empezó, hace que preocupe la vida más que el modo de vivirla. Por obvia que resulte la conclusión de que no puede elegirse cómo vivir si la vida se pierde. De ahí que el confinamiento, cuando no acapara con todo lo que resulta necesario acomodar o adaptar -muchos teletrabajadores improvisados, en esta reconversión férreamente impuesta, reconocen estar más ocupados y contar con bastante menos tiempo que el trabajo ordinario-, cuando no descolocan las tolvaneras del ánimo, cuando no sorprende o asusta el contagio infeccioso, entonces el confinamiento se recrea con la materia del recuerdo, aunque solo quede semanas atrás lo que parece perdido en un túnel del tiempo y, sobre todo, no se sepa bien cómo y cuándo volverán las cosas a su sitio. Una vacuna, cierto, podrá ayudar, y la humana capacidad de adaptación, bastante más necesaria, aunque sea prima hermana, que la de tropezar dos veces en la misma piedra. Ahora bien, vivir en la calle acaso no vuelva a ser lo que fue porque el miedo, confundidas las prevenciones con las aprensiones, tenido tan cerca el funesto susto del bicho, lleve a que lo que menos importe sea dónde vivir.

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