¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Yonquis del frío

Sevilla debería hacer un examen de conciencia sobre cuál es su contribución al calentamiento global

La próxima vez que nos encontremos a Quique Figueroa en el bar Los Caracoles le sugeriremos que en la siguiente edición de su libro Calles aladas: las aves de la ciudad de Sevilla y su entorno incluya un nuevo tipo de pajarraco hispalense que, como los pingüinos, debe pertenecer al orden de los Sphenisciformes. A susodicho volátil se le reconoce por pasarse todo el año despotricando contra el cambio climático y la política ecológica de Trump, pero cuando los trigos se encañan y llegan las primeras calores, olvida sus monsergas y se aplica con fervor a la emisión de gases de efecto invernadero a través de su potente aparato de aire acondicionado. Por lo visto, el calentamiento global es algo que sólo tiene que ver con la General Motors, pero no con sus usos y consumos privados.

Sevilla, en la que una Teresa de Ávila acalorada vislumbró las puertas del infierno, es también una extraña ciudad en la que Roald Amundsen podría morir de frío en plena ola de calor. La redacción misma donde escribo estas líneas galopantes parece más la del Pravda en enero que la de un diario ubicado en una de las sartenes de Europa. Toda la sabiduría de siglos, de corrientes y sombras, de agua y grandes y conventuales persianas de esparto, de horarios laborales y comerciales lógicos, de una educación para saber aguantarse, fue sustituida de golpe por el aire acondicionado, una tecnología tan salvífica como derrochadora que aún no hemos aprendido a utilizar y que ha generado la figura del yonqui del frío, siempre exigiendo la bajada del termostato mientras el mundo, ahí fuera, se convierte en un horno inhabitable.

Ahora que se cita a la ciencia como si fuesen las Sagradas Escrituras o las consejas de Marco Aurelio, tendríamos que recordar que desde hace tiempo los expertos están avisando de que el desierto del Sahara ya ha comenzado a cruzar el Estrecho de Gibraltar. Sevilla y su alegre población debería hacer un examen de conciencia, al más puro estilo ignaciano, para ver cuál es su contribución local a este problema global. Quien crea que podemos seguir así indefinidamente, desperdiciando el frío generado a base de toneladas de CO2, se equivoca. El Armagedón ya está aquí y, como profetizó T. S. Eliot, no será una explosión, sino un lamento. No será porque no se avisó.

Moraleja: no es sólo una cuestión de falta de políticas ambientales por parte del Ayuntamiento (menos smart city y más greencity, alcalde), que últimamente casi se limita a desarrollar planes para regenerar y aumentar el arbolado de la ciudad -algo muy necesario pero insuficiente-, sino de concienciación ciudadana. También hace falta desengancharnos del frío. Sevilla puede, pero el planeta no.

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