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UNA noche de tormenta, en un barco de inmigrantes que cruzaba el Atlántico, R. L. Stevenson oyó a un hombre que cantaba para darle ánimos a su mujer. El hombre estaba tan mareado y asustado como su mujer -y como el resto del pasaje-, pero tuvo fuerzas para sobreponerse y empezar a cantar. Todo eso ocurrió en la cubierta inferior de un barco cargado de emigrantes que buscaban fortuna en América. Fue en 1879, pero uno imagina que hoy en día, en cualquier parte del mundo, puede estar ocurriendo una cosa igual. Y quizá alguien cante para un desconocido -un niño, tal vez, o una madre con un niño- en un cayuco a merced de las olas, o en el remolque de un tráiler lleno de polizones que están a punto de asfixiarse. Hay muchas razones para creer que la vida es horrible, pero también hay muchas razones para pensar que la dignidad humana es capaz de sobreponerse a todo.

Ayer, en la calle donde vivo, vi por primera vez a un hombre durmiendo en el suelo. En cualquier lugar del Tercer Mundo eso es habitual, pero aquí no lo es, o al menos no lo había sido hasta ahora. Uno veía gente durmiendo en los cajeros, y en algunos portales, y en los solares y edificios abandonados, pero no era normal ver a alguien durmiendo en la acera de una calle pequeña del centro. En Delhi o en Manila sí es normal, y cuando se pone el sol, las aceras se llenan de gente que se dispone a pasar la noche allí. Las madres extienden una toalla, los niños se acurrucan a un lado, luego los hombres se tienden en el otro, y al final, en el mínimo espacio que queda libre -si es que queda alguno-, se tienden ellas, las madres, una vez que han limpiado las escudillas de la familia o han ido a buscar agua a un grifo.

El tipo que dormía en mi calle era un hombre joven. Me pregunté cuál podría ser su historia, ese cúmulo de hechos dispares que contasen su vida. Lo más fácil era pensar que se había quedado sin trabajo y poco a poco se había derrumbado hasta acabar viviendo en la calle, aunque cabían muchas otras posibilidades. Quizá era alguien que se había separado o que perdió su casa, o que gastó demasiado en alcohol y en drogas y en juegos de azar, hasta que empezó a vivir en hoteles y pensiones, y cuando se le acabó el dinero, prefirió vivir en la calle porque no quería explicarle su historia a nadie. Hay gente orgullosa que prefiere la calle a un camastro en un asilo de beneficencia. Pero también me pregunté qué habría pasado si alguien, al ver que la vida de este hombre se tambaleaba, hubiera tenido la suficiente valentía para darle ánimos, o incluso para ponerse a cantar por él. Una sola persona que se hubiera preocupado en hacerle ver que no todo estaba perdido, tal vez con la secreta esperanza de darse ánimos también a ella. Como aquel hombre que cantaba en el barco para su mujer.

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