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Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

El agarrado mutante

Hay muchos tipos de agarrados. La de no gastar es una cualidad humana que tiene de defecto lo mucho que se reconcome el cicatero cuando se ve obligado a soltar una moneda, y como virtud la de propiciar un íntimo regusto con el ahorro -o gorroneo, en caso de profesionales del puño impasible- de cualquier euro. La condición de agarrado no va unida a la de pobre; diría que al contrario, porque a base de no gastar más que saliva y suela una persona puede atesorar un capitalito. Yo, de mayor, quiero ser agarrado, pero me temo que va a ser obligado por la pensión que nos va a quedar a los baby boomers, o sea, los nacidos en los 60 del siglo XX.

En esta pandemia que remite, aunque proyecta una alargada sombra sobre el próximo otoño y el otoño de muchas personas, hemos asistido al surgimiento de una nueva variante del agarrado o agarrada, que ve una oportunidad de disfrazar su condición al tiempo que se muestra como un ciudadano ejemplar y una hormiga castigadora de las malas costumbres de la chicharras: son los que ahora dan la bronca a los que se sientan en los veladores a tomar el fresco y alguna cosita de la carta: "Es que hay que ser un poquito más responsable, caballero, perdone usted". En realidad, me temo, quienes afean a otros que se tomen un aperitivo antes de almorzar o al caer la tarde están supurando su feo vicio, el del Tïo Gilito y el de Mr. Scrooge. Una actitud vital que es un sucedáneo de la austeridad. Su deidad es el dinero no gastado. Hay quienes se ven en la tele todos los partidos que se juegan ahora a puerta cerrada, quienes ensamblan barcos dentro de una botella, y hay quienes cuando piden el saldo en el cajero -saldo que tienen claro al céntimo- sufren microorgásmicas erupciones del vello del antebrazo. Gente hay para todo. Y la biodiversidad es importante para el ecosistema y sus delicados equilibrios sociales. Una pandilla, sin su chistoso y su rata, no es pandilla ni es nada.

En las dos mesas cercanas, hay una reunión de señoras mayores, viudas todas, que a la hora de pagar su (única) consumición montan un divertido guirigay de "dime lo mío", "oye, nena, a mí me cobras un Nestea", poniendo a la camarera ante una prueba de carácter, y sacando el dinero justo cada una. Abundando en el micromachismo -uno, lo que ve-, los hombres de la mesa de al lado se pavonean gritándose en falsete qué rondas ha invitado cada uno, liando aún más que las mujeres a la mártir del servicio de mesas, para al final pagar cada uno lo suyo. O chispa más: la cuota gorrón, prorrateada a escote con fraterna resignación.

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