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EMPIEZA la legislatura con el estallido de una guerra del agua entre comunidades. La culpa inmediata la tiene, claro es, la sequía que se abate sobre la segunda ciudad de España (Barcelona). Pero ha sido un trasvase al que no se le quiere llamar trasvase -llevará agua procedente del Ebro a la capital de Cataluña- el detonante de uno de los conflictos más graves que gravitan sobre la vida nacional.

La Comunidad Valenciana y Murcia se han levantado contra el trasvase, denunciando la incongruencia de un Gobierno, que se cargó el Plan Hidrológico Nacional de Aznar gracias al cual ambas regiones iban a recibir agua del Ebro, pero no ha hecho una política alternativa que garantice el suministro, y la incongruencia también de la Generalitat, gran opositora en su día al trasvase del Ebro que ahora permitirá beber y ducharse a los barceloneses aunque se disfrace con eufemismos (el caudal que usará Barcelona es el que se ahorrará del ya autorizado a Tarragona modernizando los sistemas de regadío).

El argumento de que los gobiernos valenciano y murciano, ambos del PP, hacen demagogia antisocialista no se sostiene por sí solo: también el Gobierno de Aragón, que preside el socialista Marcelino Iglesias, está en contra y ha encargado un estudio jurídico para sustentar su eventual recurso. Iglesias se comprometió a dimitir si se llevaban agua del Ebro y Zapatero pasó por Zaragoza en campaña anunciando que si él gobernaba no habría trasvase.

Pero el problema no está en las promesas electorales, presas fáciles de la ventolera que acarrea el ejercicio del poder. El problema es que en el Estatuto de Aragón hay un mandato explícito de rechazo al trasvase, y cualquier autoridad aragonesa tendrá que velar por su cumplimiento. Eso es lo grave, gravísimo: la reforma de los Estatutos de la pasada legislatura se ha basado, desde el ejemplo catalán, en la satisfacción de la voracidad de poder de las respectivas clases políticas regionales antes que en la satisfacción de las necesidades, y demandas, de los ciudadanos.

Bajo el principio demagógico, e inasequible a las exigencias de la realidad, de que todo lo que sea descentralizar es bueno, se ha procedido a vaciar el Estado de competencias para entregárselas no a los contribuyentes, ni siquiera a los municipios que están más próximos a ellos, sino a las autonomías, sus aparatos y clientelas. El agua, que es de todos, ha pasado a ser de cada gobierno regional. Comenzamos a construir hace dos siglos un Estado moderno para garantizar la igualdad de la gente viviera donde viviera y la solidaridad de los que tienen más bienes con los que tienen menos. Ahora vamos camino de desmantelarlo y volver a los reinos de taifas, a las fronteras y la desigualdad. Al vecino, ni agua.

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