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DERBI Sánchez Martínez, árbitro del Betis-Sevilla

SI admitimos que en Triana, por encima de todos los tópicos, hay -o hubo- un modo particular de ser y de hacer flamenco, hay que admitir también que Carmelilla Montoya es uno de sus mejores exponentes. Artista por familia y por destino, esta mujer pequeña y llena de temperamento lleva más de cuarenta años cantando y bailando casi a partes iguales. En ellos, su voz ha crecido y su baile ha ido madurando sin grandes cambios formales desde que, muy niña, nos conquistara con su nervio y con sus famosas y flamenquísimas patadas.

Pero por encima de su arte, lo más admirable en ella es sin duda alguna su persona, su dignidad y esa mezcla de valentía y humildad que se asoma a menudo a sus ojos. Valentía para echarse para adelante con todo y con todos, sin prejuicios y sin complejos. Y humildad para no distinguir entre un tablao y el escenario de un gran teatro, entre artistas grandes y otros con menos nombre, porque de todos, suele afirmar, se puede aprender alguna cosa.

A lo largo de los años, Carmelilla ha bailado con su madre -qué voz tan dulce la de Carmen, qué tangos trianeros tan inolvidables- o con su prima Lole y su tía la Negra en La Familia Montoya, con la misma sinceridad con la que se arrancó un día, casi ruborizada, a una seña del mítico Camarón. O con la que bailaría hace unos años junto a grandes figuras del baile como Angelita Vargas en el espectáculo de la Farruca, Gitanas. O con la que se entregaría, disciplinada como una actriz, a la interpretación -otra de sus innegables pasiones- en espectáculos teatrales como la segunda versión de Fedra que dirigiera Miguel Narros. Porque en un mundo artístico lleno de egoísmos y vanidades, lo suyo -¡y qué bonito!- ha sido siempre compartir. Tanto, que no es extraño que ahora, cuando atraviesa momentos poco risueños, los vecinos de su Triana y muchos de sus amigos quieran compartir con ella en el Auditorio Al-Ándalus de Fibes su cariño y su arte. ¡Ole!

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