¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Más allá del sur

Los viajes a Marruecos fueron para los sevillanos poscoloniales una escuela de orientalismo

Un barco cruza el Estrecho.

Un barco cruza el Estrecho. / DDS

CASABLANCA, la ciudad cuya fama mundial –como ha contado en alguna ocasión Fernando Castillo– se debe una película que se iba a llamar Tánger, es el nuevo destino que el aeropuerto de Sevilla ha incorporado a su oferta. Lo leímos el pasado viernes en este periódico, en una información que señalaba también que son ya siete las poblaciones marroquíes a los que se puede acceder desde el aeródromo de San Pablo (también Agadir, Fez, Oujda, Rabat, Tetuán y Tánger).

No tiene fama Casablanca de ser una ciudad bonita. Hablo casi de oídas, porque mi conocimiento de esta urbe se reduce a dos horas nocturnas esperando un tren hacia Marrakesh, en un boulevard junto a la estación tomado por unos camellos de poca monta que terminaron apaleados por unos policías que se bajaron de un furgón con la velocidad del rayo joven. Las cosas de nuestro tradicional amigo del sur.

Eso de los vuelos a Marruecos está muy bien. Es cómodo y contaminante, dos conceptos que gustan mucho en el mundo actual, pese a las retóricas de mimosín contra el cambio climático. Pero para algunos el viaje hacia el antiguo sultanato siempre estará vinculado al cruce del Estrecho en barco desde Algeciras o Tarifa. Entre otras razones porque, quizás, es la parte más hermosa del viaje, incluso en los días de temporal, cuando la mar se pone farruca y el estómago alborotado. Perdido el Protectorado y las viejas narraciones del Tetuán español, los viajes a Marruecos de primera juventud fueron para los sevillanos poscoloniales una escuela de orientalismo de andar por casa, como el tren a la Sierra Norte fue la introducción al montañismo de muchos habitantes del Valle del Guadalquivir. Con poco dinero y una mochila, en unas horas se podía estar escuchando al almuhédano y sentir la fragancia de la aventura, por muy inocente e impostada que esta fuese. Bajar a Marruecos, a más allá del sur, tenía algo de viaje iniciático, de odisea con la que ensanchar el alma en aquella España novorrica y finisecular. Ahora, en estos tiempos modernos y maduros, uno tiene dos opciones para ir a Casablanca: volar cómodamente, esperando el despegue en una cafetería franquiciada de un aeropuerto con aire acondicionado; o coger un autobús, perderse por el hormigueo del puerto de Algeciras, navegar por el Estrecho legendario, desembarcar en Tánger y galopar hacia el sur en un tren-zoco. Probablemente muchos de los antiguos intrépidos escogeríamos hoy la primera, pero eso no significa que, como dice la copla, no soñemos con el viejo sendero de la aventura, que todos sabemos que es más un estado del alma que un lugar geográfico.

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